viernes, 23 de marzo de 2018

Rasho

-            Oye espera, no lo hagas.

(niebla-neblina entre ellos, entre nosotros con el Toyota gris, tan viejo que ya es gris, sus puertas rotas y la tía Flor nos lleva todos los días a casa, de vuelta al colegio, a casa otra vez tarde, todo Benavides, siempre tarde en las mañanas, siempre tarde en las tardes, a la salida como esa vez, pero esa vez sin neblina y con el sol golpeando fuerte en la cabeza, recién son las 2)

Se acerca Renzo como siempre sonriendo, siempre primero, siempre corriendo, metiendo goles, pasando la meta como si no fuera meta, como si fuese nada. Luego el resto, luego del resto nosotros, con la lengua afuera y la mano en el vaso viendo de lejos su silueta como si fuese un juego el correr, meter goles. Chin brillan los fierros en sus dientes. Tan rápido corrió que nos ganó a todos en la meta de la vida, murió antes, murió muchísimo antes que el resto, incluso que nosotros. Pero ahí está Renzo ahora acercándose como siempre sonriente. Chin.

Salo sabe que estoy, que como él corro despacio, olvido las tareas y mis notas no son buenas, que como él detesto las fiestas, no sé hablar con chicas y me avergüenzo la mitad del tiempo, el resto también. Que como él no sé jugar al fútbol, ni destaco en ningún otro deporte. Que como él no alcanzo las únicas dos opciones disponibles a nuestros trece, pues no habían más: éxito con ellas o el más fuerte del salón, cosas que, como él, tampoco tengo ni soy, hasta hoy. Ahí está Salo en el mensaje del celular, hace una semana fue su cumpleaños y hoy lo saludo, «fuera» me dice, pero con cinco “es”, yo sonrío y lo conozco mi vida entera menos seis. No habla mucho, yo lo contrario, y es una especie de complicidad entre sus silencios y mis recuerdos, sabiendo que estamos allí para decirnos «fuera» riendo. Ese es Salo, mi amigo, que ahora me toca el hombro, y mira a su primo ahora acercándose como siempre sonriente. Golpea el sol en las cabezas.

Ahí estoy, ni chicha ni limonada, el mejor en asuntos sin importancia, como trepar árboles para ver desde su copa las casitas que luego fueron edificios en Magdalena, tan altos que aceleran caiga la tarde después del almuerzo, jalan al viento y la soledad que siento columpiándome en el jardín, viendo a mi hija que chapoteando emocionada, «papá ya sé nadar», y volviendo a su copa salto al vacío sin miedo, sin saber los años que me quedan por vivir trepando el árbol más difícil de trepar, aquel que no tiene copa, cuyo tronco áspero evitó disfrute las cosas que veo o siento mientras me agoto despacio entre su follaje creyendo vivir, haciendo a diario lo que no me gusta, diciendo lo que no pienso, pensando lo que no siento, el resto de mis días hasta hace un año en que «basta» y aquí escribiendo de madrugada, disfrutando de una copa que no es más un trago amargo, pero ya no son metros sino centímetros los que me separan del suelo. También fui bueno dibujando, incluso alguna vez nadé con Walter Ledgard y otra quedé segundo en algún concurso de cuentos, muy niño, no me acuerdo. Pero ahí estoy yo, golpeando a Salo en el hombro con seriedad, “ay” dice, mientras miro a su primo ahora acercándose como siempre sonriente. Golpea el sol en nuestras cabezas.

(han pasado las horas, la manija rota de la puerta del Toyota gris que Flor deja abierta para que entremos mientras discute en Dirección sobre los jalados de alguno de sus siete hijos, tal vez de todos, está caliente, quema el metal corroído, pedazos caen descascarados, como alguna comparación con algo que no se me ocurre)

Y ahí está Rasho, faltaba ese Rasho bajito, gordito, cachetón. La mirada marchita aparentando años encima, años de ser golpeado, escupido, empujado, burlado, vuelto a empujar por chiquillos de nuestra edad, por chiquillos como ellos, como nosotros, como yo que para evitar me pase a mí le hago caso a Renzo y lo sujeto y Renzo «agárralo» y yo lo agarro y Salo lo agarra del brazo, «del brazo pues, ambos», lo agarramos ambos de ambos brazos, lo jalamos mientras asustado se estremece-grita, murmurando incoherencias que la manija caliente provoca en la mano de un Renzo siempre sonriente que la acerca a su rostro, sus ojos desorbitados (los de Rasho), salidos, grandes, enormemente grandes mientras murmura incoherencias y suplica, “no” dice, “por favor” escucho. «Ahora te quemo rata chola», dice Renzo, ni Salo ni yo, Renzo, siempre Renzo mirando a Salo y yo también, él mirándome sin soltar, no suelto tampoco, jalamos fuerte, presiona sobre su cara, allí abajo del ojo, bien cerquita presiona Renzo. Rasho grita no, que por favor. “No”, “por favor”, otra vez escucho antes del olor, el humo, el olor a carne quemada entrando despacio antes de soltar asustado ante mi yo sorprendido sin reír, pero rio, me da risa esa marca circular que Renzo (ni Salo ni yo) ha dejado en su rostro, profunda mientras llora y hoy no. Ayer le dije “¿te acuerdas?”, cuando lo encontré en San Felipe caminando solitario, solo me miró disimulando una breve sonrisa que se me antojó suficiente para escribirlo mientras se alejaba con su andar cansino, bajito, gordito Rasho, cachetón.

Oye espera, no lo hagas, me digo, me acerco a mí, miro hacia abajo y sujeto mi mano que es pequeña y la mía grande, me agacho y veo la de mi pequeña que feliz aprendió a nadar un buen día con sol. Me pregunto si ella trepará a los árboles tan bien como yo, si beberá sus propias copas, si se atreverá a saltar, o si por el contrario deberá enfrentar la manija de un día soleado. Después de todo, hay árboles grandes, y mucho follaje.

“Rasho”
Juma Paredes
Noviembre, 2017

anacoreta y yo (tres: sobre su fotografía y una clase magistral)

Tengo quince, le sonrío. No toma la foto. Sí retrata a las parejas de la izquierda, ellos ebrios, ellas con la orquídea en el pecho-muñeca....