-
Oye espera, no lo hagas.
(niebla-neblina
entre ellos, entre nosotros con el Toyota gris, tan viejo que ya es gris, sus
puertas rotas y la tía Flor nos lleva todos los días a casa, de vuelta al
colegio, a casa otra vez tarde, todo Benavides, siempre tarde en las mañanas,
siempre tarde en las tardes, a la salida como esa vez, pero esa vez sin neblina
y con el sol golpeando fuerte en la cabeza, recién son las 2)
Se acerca
Renzo como siempre sonriendo, siempre primero, siempre corriendo, metiendo
goles, pasando la meta como si no fuera meta, como si fuese nada. Luego el
resto, luego del resto nosotros, con la lengua afuera y la mano en el vaso viendo
de lejos su silueta como si fuese un juego el correr, meter goles. Chin brillan
los fierros en sus dientes. Tan rápido corrió que nos ganó a todos en la meta
de la vida, murió antes, murió muchísimo antes que el resto, incluso que
nosotros. Pero ahí está Renzo ahora acercándose como siempre sonriente. Chin.
Salo sabe
que estoy, que como él corro despacio, olvido las tareas y mis notas no son
buenas, que como él detesto las fiestas, no sé hablar con chicas y me
avergüenzo la mitad del tiempo, el resto también. Que como él no sé jugar al
fútbol, ni destaco en ningún otro deporte. Que como él no alcanzo las únicas
dos opciones disponibles a nuestros trece, pues no habían más: éxito con ellas
o el más fuerte del salón, cosas que, como él, tampoco tengo ni soy, hasta hoy.
Ahí está Salo en el mensaje del celular, hace una semana fue su cumpleaños y
hoy lo saludo, «fuera» me dice, pero con cinco “es”, yo sonrío y lo conozco mi
vida entera menos seis. No habla mucho, yo lo contrario, y es una especie de
complicidad entre sus silencios y mis recuerdos, sabiendo que estamos allí para
decirnos «fuera» riendo. Ese es Salo, mi amigo, que ahora me toca el hombro, y
mira a su primo ahora acercándose como siempre sonriente. Golpea el sol en las
cabezas.
Ahí estoy,
ni chicha ni limonada, el mejor en asuntos sin importancia, como trepar árboles
para ver desde su copa las casitas que luego fueron edificios en Magdalena, tan
altos que aceleran caiga la tarde después del almuerzo, jalan al viento y la
soledad que siento columpiándome en el jardín, viendo a mi hija que chapoteando
emocionada, «papá ya sé nadar», y volviendo a su copa salto al vacío sin miedo,
sin saber los años que me quedan por vivir trepando el árbol más difícil de
trepar, aquel que no tiene copa, cuyo tronco áspero evitó disfrute las cosas
que veo o siento mientras me agoto despacio entre su follaje creyendo vivir,
haciendo a diario lo que no me gusta, diciendo lo que no pienso, pensando lo
que no siento, el resto de mis días hasta hace un año en que «basta» y aquí
escribiendo de madrugada, disfrutando de una copa que no es más un trago
amargo, pero ya no son metros sino centímetros los que me separan del suelo.
También fui bueno dibujando, incluso alguna vez nadé con Walter Ledgard y otra
quedé segundo en algún concurso de cuentos, muy niño, no me acuerdo. Pero ahí
estoy yo, golpeando a Salo en el hombro con seriedad, “ay” dice, mientras miro
a su primo ahora acercándose como siempre sonriente. Golpea el sol en nuestras
cabezas.
(han
pasado las horas, la manija rota de la puerta del Toyota gris que Flor deja
abierta para que entremos mientras discute en Dirección sobre los jalados de
alguno de sus siete hijos, tal vez de todos, está caliente, quema el metal
corroído, pedazos caen descascarados, como alguna comparación con algo que no
se me ocurre)
Y ahí está
Rasho, faltaba ese Rasho bajito, gordito, cachetón. La mirada marchita aparentando
años encima, años de ser golpeado, escupido, empujado, burlado, vuelto a
empujar por chiquillos de nuestra edad, por chiquillos como ellos, como
nosotros, como yo que para evitar me pase a mí le hago caso a Renzo y lo sujeto
y Renzo «agárralo» y yo lo agarro y Salo lo agarra del brazo, «del brazo pues,
ambos», lo agarramos ambos de ambos brazos, lo jalamos mientras asustado se
estremece-grita, murmurando incoherencias que la manija caliente provoca en la
mano de un Renzo siempre sonriente que la acerca a su rostro, sus ojos
desorbitados (los de Rasho), salidos, grandes, enormemente grandes mientras
murmura incoherencias y suplica, “no” dice, “por favor” escucho. «Ahora te
quemo rata chola», dice Renzo, ni Salo ni yo, Renzo, siempre Renzo mirando a
Salo y yo también, él mirándome sin soltar, no suelto tampoco, jalamos fuerte,
presiona sobre su cara, allí abajo del ojo, bien cerquita presiona Renzo. Rasho
grita no, que por favor. “No”, “por favor”, otra vez escucho antes del olor, el
humo, el olor a carne quemada entrando despacio antes de soltar asustado ante
mi yo sorprendido sin reír, pero rio, me da risa esa marca circular que Renzo
(ni Salo ni yo) ha dejado en su rostro, profunda mientras llora y hoy no. Ayer
le dije “¿te acuerdas?”, cuando lo encontré en San Felipe caminando solitario,
solo me miró disimulando una breve sonrisa que se me antojó suficiente para
escribirlo mientras se alejaba con su andar cansino, bajito, gordito Rasho,
cachetón.
…
Oye espera,
no lo hagas, me digo, me acerco a mí, miro hacia abajo y sujeto mi mano que
es pequeña y la mía grande, me agacho y veo la de mi pequeña que feliz aprendió
a nadar un buen día con sol. Me pregunto si ella trepará a los árboles tan bien
como yo, si beberá sus propias copas, si se atreverá a saltar, o si por el
contrario deberá enfrentar la manija de un día soleado. Después de todo, hay
árboles grandes, y mucho follaje.
“Rasho”
Juma Paredes
Noviembre,
2017