Sábado. Lús ha comido poco
desde ayer. Esos kilos, esa dieta, ese verano. No quiere volver a casa esta
noche. Pasea frente al espejo con aquel andar sinuoso tras una figura alta y
sonrisa discreta que suelta mientras acomoda sus lentes. Esos nervios Lús. Se
agita. Acomoda una camisa blanca sobre sus hombros, con bordados rugosos en las
esquinas, suaves a su tacto, ceñidos a su figura que abraza dando un pequeño
brinco, no olvida las balerinas. Responde el teléfono, como si observase la
expresión ansiosa de su amigo, la voz grave, la mirada perdida, que respira con
dificultad: «Vamos al bar, te invito un trago». Es una voz cansada, como
cargando la mochila pesada de atreverse, de invitar. Voltea los ojos, sonríe
Lús mientras se pinta los labios. Acepta.
Tiene ganas de meter vino
en su garganta. Sentado en un rincón sombrío dirige miradas amistosas a los
presentes. El local está repleto, le resulta difícil respirar con tanto humo.
El mozo se acerca, ¿qué se va a servir?,
desea tomar la orden, ¿espera usted a alguien?
Quiere vino. Una botella de vino por
favor, mientras absorto la mira vuelto una penosa estupidez. Duda un par de
segundos. Meter mucho en su garganta antes del amanecer, antes del amanecer.
En la tesis que estoy elaborando, intento establecer un concepto de
participación ciudadana en el Perú. Mamá espera que la publiquen. Papá guarda
silencio arrobado. Inicié la investigación estableciendo una noción «utilitaria» de ciudadanía.
Abre la cartera, saca un
pequeño espejo y revisa ese rostro maquillado, retoca su nariz. Sorbe un poco
de vino. Lo estima, verlo le inspira confianza. Mueve los brazos aquí y allá,
utilitaria, los baja, los sube. Cierto seseo, cierta sonrisa que esboza, aunque
de seria expresión, vehemente por momentos, los baja, los sube. Entonces apura
la copa y rebusca la cartera. Rímel por aquí, ¿ah sí?, bosteza, rímel por allá, ¡ah sí, sí!, intenta escuchar al tiempo que el músico del bar se
esmera en entonar estrofas que hablan de amasijos de cuerdas y tendones, dioses
del ocaso que distraen su atención.
Verás, el asunto radica en que, si se habla de «participación ciudadana», se
ingresa en un campo que implica saber quién participa y por qué. Mas allá de nacer
aquí, ejercer derechos y deberes. Viste.
- Querido
Pero ser ciudadano es realmente sentirse parte de una estructura social
y política, asumir responsabilidades sociales, ser autónomo como mi papá, él es
ciudadano ves; el otro día compró un equipo de sonido y subió el volumen a toda
potencia, mamá guardó silencio (reconoció sus derechos), pero le envió una
carta notarial. Es un hombre triste. Yo en cambio soy feliz. Y se maquilla, sonríe con
cierto aire compasivo, advierte su expresión avergonzada. Recibe esa mirada que
hurga en la sima de su vida, cual libro abierto ante esos ojos de luz que desea
besar desde hace tanto.
- Querido, eres
aburrido, y no te has dado cuenta.
Solía pensar que no tenía
suerte. Relaciones estrambóticas que jamás ocurrían, besos negados a sus deseos
más íntimos. Sin embargo, aquella noche la tomó de la mano y se dio cuenta que no
era simpática. Antes pensaba no conseguir nada, ahora está a punto de conseguir.
Era dependiente, ahora depende de sí mismo. Siente que empieza a vivir a los treinta
y que a las personas les falta iniciativa. «Si eres buena gente no consigues
nada», piensa. Ahora piensa en él, intenta quererse mientras acerca su rostro hacia
ella que sonrojada deja caer el espejo. Quiere besar su cuello, no puede,
respira despacio, como concentrado, entrecierra-abre los ojos. Una pareja observa
intrigada y cuchicheando señala. La segunda botella está casi vacía.
Con el hombre a cuestas,
sube las escaleras de casa. Mamá barre en el poyo del hogar. ¡Jesucristo hijo!, grita acongojada. Que
yo me encargo señora, que siento el peso del hombre hace mucho,
que la carga es pesada, y además, se me duerme que ya es tarde. La madre con
la boca abierta respira, los labios tiemblan y lo sigue, allí cerquita, pero
tan lejos, qué lejos su hijo ahora que se va. Lleva una mano al pecho, baja la
mirada, aprieta el crucifijo y calla. Cierra la puerta.
Suelta el peso del hombre
sobre la cama sin saber qué hacer, o cuándo. Ven. El momento adecuado de optar por fin y vivir. Ven recuéstate a mi lado. Y esa voz
pausada es una música hermosa, poesía suave para sus oídos. «A mi lado» es
ahora como un susurro de vientos matinales bajo la suave brisa de sus deseos,
de los antiguos y los nuevos; un tulipán merced al vaivén de la brisa
indescifrable de su destino. Ahora despacio se recuesta con latidos que
acelerados afectan su respiración. Allí las ideas difusas, entrecortadas. Acaricia
sus hombros anchos, la piel cetrina que ahora tiene tan cerca. Recoge las
piernas. Abrázame. Estira un brazo,
alcanza el portarretrato con la imagen de sus padres, lo voltea y se acurruca,
abraza. Le gusta. Besos sin lengua que se le antojan atados se confunden entre
su formación lasallana y los días de su infancia entre recreos, pruebas, besos
negados. Me encanta. Acaricia sus
muslos, más fuerte. Voltea, mira un
instante las pantorrillas, sus formas, siente la textura que sube, no puede más
cuando la siente entre sus manos que estruja y no soporta, dejando escapar ese
líquido eterno de indolencia y apatía que consume su ser cada fin de semana por
las noches. Allí va despedido mientras se ve a sí mismo quebrado de placer
entre sus brazos, los ojos cerrados, los ojos abiertos, los restriega dos veces.
La blanca esperma discurre entre sus dedos. No comprende. Acaricia la almohada,
está húmeda. No logra comprender. Se levanta dando un brinco, mira la
habitación vacía. Ruborizado cruza los brazos, siente frío. Se quita la camisa
despacio, falda, balerinas. Cubre su rostro avergonzado una vez más mientras su
llanto parte el corazón de mamá que toca la puerta, que entra: «Pero hijo…»
Sábado. Elús ha leído poco
desde ayer. Aún no termina de redactar su tesis. Luego de un gran esfuerzo debe
titularse, antes que inicie el verano. Come un pedazo de pizza. Debe estudiar
el resto del día. Frente al espejo viste una camisa blanca, con bordes ceñidos,
una falda. Responde el teléfono. Era como si observase la expresión ansiosa de
su amiga, la voz suave, la mirada pícara. Respiraba con dificultad: «Vamos, te
invito un trago». Oye que se expresa en tono alto, tan segura de sí. Sonríe
mientras se pinta los labios. Acepta.
Amigo en secreto
Juma Paredes
Junio, 2017
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