La
mañana es fresca, su sueño queda en cama bajo sábanas algo sucias, como se
siente mientras rasca su abdomen. Carros pasan acelerados por la avenida,
provocando zumbidos al principio, un ruego al final. La crema de afeitar es tan
blanca, siente que la luz de semejante blancura lo ciega, se incomoda. Llena de
crema su mano, acaricia con la otra los contornos de los dedos. Sopla viéndola desaparecer
en el fondo del lavadero. Se mira en el espejo de costado, suspira, ahora del
otro. Se rasura. «Así debe ser». El sabor amargo matinal junto con la pasta le
provocan arcadas. «Así ha de ser por siempre», afirma hundiendo la navaja bajo
el peso de sus días sin ella. ¡Apúrate
carajo que se enfrían los huevos! Basta con esa mujer, ¡Basta mujer basta! Pero no le basta con el recuerdo al pastor,
admira la gracia con que detiene los huevos entre sus manos y presiona
despacio, sin llegar a reventarlos y el pastor accede sin chistar, acepta y
ella fríe sobre la sartén, los prepara a la inglesa. Odias que revienten, que
te los reviente ¿verdad? Obvio, los comes a la inglesa. Cierra esa tapa, usa otra ropa, péinate carajo. Y es hoy como cada
día que la recuerdas, esos ojos verdes que te siguen haciendo perder la
cordura, sus hombros salpicados de pecas mientras te sonríe de cerca, mientras
te hundes en su vida, optando el dolor a la nada, el dolor a nada. Y no has comprado lo que te pedí, no te alcanza
seguro, eres un misio pues. El silencio con el que esperabas el «sí» de sus
labios para obtener una oportunidad de yacer a su lado desnudo, de entrar entre
esos muslos que no te esperan más, que ahora están lejos y delante solo queda
un espacio vacío, tu propia imagen ante el espejo. Te odio. «¿Por qué la dejé partir?» Se pregunta una y otra vez
mientras cepilla sus dientes al calor de la mañana de verano limeña, frente al
mar que ahora tan claro, tan calmado. Arquea una ceja. Cae un poco de pasta en
el lado derecho de su pantalón, y olee se mira a un lado, «Mierda», olee para
el otro, la mano derecha rígida, los dedos estirados de arriba hacia abajo en
diagonal, dando pasitos chiquititos, mirándose de costadito y ya no, pues sostiene
ahora su mirada ante el espejo, esparciendo más pasta en sus pómulos, sobre los
párpados, en la frente, en la sien, ya en sus cabellos, ya en su nuca después,
despacio, en círculos una y otra vez. El agua rebalsa, siente el frío en sus
pies, le gusta sentir. Enciende un cigarro. «Tus ojos van a ser mi perdición» y
ella sonriendo bromea, lo jala del brazo mientras pasea nocturna a los perros,
la sigue, mientras solo toma algarrobina la sigue, mientras vuela esas cometas
por las tardes la sigue, mientras no los quiere tener porque cómo va a ser la
sigue, acepta su recuerdo y se pregunta si algo es eterno, si algo dura para
siempre o todo siempre será como un suspiro entre sus brazos. Si los
sentimientos son una breve ilusión, o un proyecto de vida soportado tan solo en
la razón. Se moja la cara acostumbrado a ese par de estaciones que ella tuvo y le dejó, Veraniel, el débil, Inverniel, el pervertido. Cocinando de improviso en
la misma cocina, siente que son su culpa, su carga, su responsabilidad.
Haciéndose cargo ahora él mismo de sus propios huevos los fríe, «¡Apúrense
carajo que se enfrían los huevos!», prefiere que nadie se los reviente.
lunes, 9 de octubre de 2017
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