-
Ya no quiero comer, no me invites más comida, no
quiero.
-
Si no comes te mueres – le digo sonriendo,
sabiendo que no reirá, solo por decir.
-
Ya lo sé pelotas, me refiero a que quiero bajar
de peso, estoy harta. Pero es tan rico comer… ya no sé qué hacer.
-
Cerrar la boca tal vez – lo digo y veo su labio
inferior que despacio se comprime contra el otro, formando una línea casi
imperceptible entre una noche de verano en Magdalena. Los carros van y vienen
por la avenida Javier Prado, los faros en sus ojos se encienden de un rojo
intenso, uno que detiene algo en mí que no logro definir, no sé -, o tal vez no...
-
Ay ya cállate, eres un inmaduro, cuándo vas a
crecer ¿No te da vergüenza? Siempre con las mismas bromas. No me da risa.
-
¿Algo te da risa?
-
Sí.
-
Qué.
-
No me acuerdo.
-
Ah ya.
-
Ay ya cállate – y su nariz que se hunde hacia el
costado mientras juega con un pellejo de una comisura. Con el dedo entre sus
labios presiona despacio y me mira así, empalando mi humor. De pie ante mí,
formando un puño que va soltando mientras jala la cadena del perro que insiste
hacia delante, junto al mío que ladra, ambos ladran.
-
¿Qué te gusta de mí? – le pregunto por enésima
vez, y por enésima espero una respuesta que nunca llega. Ella piensa incómoda,
realmente no sabe digo yo, “realmente no lo sabes”, le digo y Ángel no
responde, sostiene mi mirada sin responder, dejándose llevar por el perro una
vez más, y se aleja, y allá va mi respuesta mientras veo sus piernas que
avanzan descubiertas bajo un vestido corto de esos que le agrada vestir en
verano, y este es uno caluroso que calienta mis ideas e imagino las sostengo
entre mis brazos, acaricio despacio, así, sin quitarle el vestido. Rozo su
vientre con mi rostro y
-
¿Qué miras? Ya no mires. Eres un enfermo – me
dice a lo lejos y lo creo. He sacado cita con una sicóloga que me recomendaron
pues ha de ser enfermedad lo que tengo. Luego de años de oírla, cualquier
afirmación se vuelve realidad, digo yo, pues es como siempre digo. Y dejo de
mirar.
-
Ese bulto es un animal, es por lo que ladran –
le digo espabilando mis ideas -, un animal muerto. Déjalo.
-
Ay, tú como siempre tan negativo, tal vez está
vivo.
-
No se mueve.
-
Tal vez está dormido.
-
¿Patas arriba? – y por un instante vuelvo a
imaginar sus piernas, ahora las sujeto por los tobillos y elevo hasta mis
hombros y
-
Ay, cómo jodes, voy a ver – Ángel se agacha
hacia el cadáver, lo toca, intenta olerlo. Alguien que besa en el hocico a un
animal, es capaz de todo, es lo que siempre digo. Pero esta vez ella está más
interesada en una cinta atada al cuerpo. Yo me fijo en la forma en que sus
senos bajan despacio y suben un poco. El vestido aquel permite ese punto de
vista en que empiezo a imaginar que hundo mi rostro entre ellos, que presiono
los labios, los ojos cerrados y muevo la cabeza, mi cara estampada contra su
pecho. Me veo haciendo el gesto del “jefecito” diciéndole a su mujer, “tu
cachetoncito…”, y nada, un programa olvidado, un tipo de humor particular, como
el mío, se me antoja como el mío, particularmente molesto, “annoying” diría mi
traductora, “guglea esa definición y encontrarás una foto tuya”, me dijo el
otro día, “eres como un niño”, también me dijo, y le creí. Pero volviendo al
par de senos yo
-
¡Y ahora qué estás mirando! Ay, tú como siempre
pensando en sexo, me estás acosando – y yo nada, conmigo no es. Cruzo las manos
tras mi espalda, como cada vez que Ángel dice quiero evitar involucrarme en
algo, como pagar, comprar, gastar, soltar dinero en general para cosas que no
me interesan, pero a ella sí. Y en realidad lo hago por eso, de alguna manera
sé que ese cadáver, esa situación no quedará ahí, que habrá algo más aquella
noche, y no lo disfrutaré. Como la vez en que íbamos a entrar al teatro, era
nuestro aniversario, y encontró un gato moribundo tirado en la pista,
encegueció, lo olvidó todo. Obsesionada pretendía salvarlo, rescatarlo, quería
darle primeros auxilios, respiración de boca a boca, pero claro, ella no, es
asquienta e incapaz de tal cosa, fui yo quien tuvo que hacer aquello, a cambio
de algunos insultos que cerrando los ojos intento olvidar -. Acuérdate que ayer
vimos un letrero en el poste de la otra esquina, el perro era igualito ¿te
acuerdas? Qué te vas a acordar, nunca te acuerdas de nada. Anda y trae ese
número. Apúrate.
-
No voy a llamar a nadie, olvídalo – se lo doy
resoplando, he corrido, y se lo digo, asaltado por un repentino sentimiento de
independencia-virilidad.
-
Ay, tú como siempre tan servicial, qué pesado,
así no me sirves.
-
¿No te sirvo?
-
No me sirves rata, espera que está sonando.
-
¿Qué suena?
-
El teléfono pues pelotas, qué otra cosa, ahora
cállate – y su mirada de pronto cambia, su expresión se vuelve aquella de la
que un día me enamoré y ella no. Sus ojos irradian bondades de colores, sus
labios muestran una sonrisa ajena a mis días a su lado. Inclina un poco la
cabeza hacia la derecha, se acomoda el cabello con ese gesto que tanto me
gusta, “Aló”, pone el altavoz -. ¿Aló? ¿Sí?
-
Hola ¿quién es? – ha de ser un pequeño de 5, tal
vez 6.
-
Hola querido, dime, ¿se te ha perdido un
perrito? – ella pregunta y siento que no es precisamente la pregunta que debe
hacer, se lo digo y pone el índice entre sus labios, “shshsht”, me mira de
cerca, como si estuviese a 100 metros de mi vida.
-
¡Trompetín! ¡Has encotrado a Trompetín! –
imagino al niño bajito, con un overol cuyos tirantes sostiene mientras se mece
de un lado a otro. Usa una boina verde, una camisa a cuadros, sus manos
pequeñas, grande su ilusión.
-
Bueno… yo… ¿Está tu mamá querido?
-
Pregunta si hay recompensa – digo.
-
Ay, tú como siempre pensando en la plata.
-
¿Esa no eras tú?
-
Shshsht – otra vez Ángel, y vuelvo a sus senos.
-
No, mi mamá trabaja siempre, trabajo y trabajo,
yo… yo quiero que venga aquí, que juegue conmigo, a la pelota, a patinar… pero
siempre trabaja y trabaja mi mamá, yo la quiero y
-
Querido… pásame con un adulto…
-
¡Memé ven! ¡Una señora quiere hablarte! – “dime
hijito”, escucho a lo lejos, una voz que inicia bien despacio, termina medio
fuerte con el “ya voy”, y lo que siguen son segundos en que el niño dice en voz
alta lo mucho que extraña a la trompeta y yo nada, ahí parado con ambas cadenas
que se me antojan cerradas sobre mi cuello. Me veo salivando, la lengua afuera,
olisqueando… esperando el momento – Memé, toma, ¡encontraron a Trompetín!
-
Buenas tardes, encontró al perrito, es usted un
ángel, Trompetín es el único amigo de mi nieto. Verá, usa silla de ruedas y
bueno, usted comprenderá, no ha hecho más que llorar estos días. ¿Lo ha
encontrado? No sabe lo feliz que hace a esta vieja –. Pálida, Ángel escucha a
la señora, no la interrumpe, solo me mira como esperando respuestas, con esa
forma de mirar cuando me necesita, cuando sabe que serviré. Una mirada con una
diminuta luminiscencia en su centro, que se me antoja cariño en ocasiones, solo
un poco.
-
Esteee… bueno señora, no precisamente.
-
Cosa lá – y “abuela, abuelita, dile que lo
traiga”, se escucha ahora la segunda voz, alegre, cantarina –. Habla claro
hijita, mi angelito no deja de saltar, y esta vieja necesita sus auriculares.
-
Señora creo, creo que su perro ha fallecido un
poquito.
-
¿Un poquito?
-
Ligeramente…
-
Qué dice usted, cómo es posible, si lo queremos
tanto.
-
Es que, el aviso, el cuerpo en la calle, no sé…
-
Seguro no es el mismo hijita, mi perro es un
schnauzer.
-
Con manchas señora…
-
Manchas negras, y una oreja
-
Una oreja gris… ¿y la otra señora?
-
También…
-
¿También?
-
También… y el pelo…
-
… recién cortado señora, recién cortado.
-
Pe… pero como va a ser hijita. Bueno, ese
perrito tiene una cinta roja.
-
Ah bueno, éste tiene una cinta azul señora.
-
¿En serio?
-
No – responde Ángel, y me veo emocionado, caen
un par de lágrimas que me queman tranquilas, me acarician mientras soporto mis
ganas de reír. Y allí ella, tan ella, lo cabellos sueltos, el rostro salpicado,
rojo de vergüenza sin saber si colgar, sin saber si seguir. Sonríe ahora, la
veo y me pasa igual, me siento mal de hacerlo, pero me pasa -. Es que, ahora
que la veo bien, es roja señora, está oscuro y no me había fijado. La cinta es
roja.
-
Pero qué me dices hija, por qué eres así.
-
Señora, pero al menos el cuerpo…
-
El cuerpo, me conformo con enterrar el cuerpo.
-
Estee… mejor no.
-
¿No?
-
No… está a la mitad, partido sabe usted. Ha de
haberlo atropellado uno de esos camiones gigantes que
-
A mí me da algo…
-
Ay tú como siempre – cuelga el ángel mientras me
río, seria otra vez, el labio que presiona, el hilo, el puño, el rojo intenso, sus
senos, las piernas, el vestido aquel -, te burlas de todo. Eres un inmaduro,
nunca vas a crecer.
-
No… ¿Qué te gusta de mí?
“La
cinta roja”
Juma
Paredes
Mayo, 2010
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