domingo, 1 de octubre de 2017

luz de luna

Enciende la luz, es media noche. Las horas pasan volando frente al computador cuando compone, cuando crea nuevas melodías. Los ojos entrecerrados filtran las formas dentro del recinto cuya pobre iluminación lo deprime. Bosteza. Estira la mano buscando los lentes: «es media noche», suena el celular, y suena, y vuelve a sonar. Pasea la mirada por el aposento, la pequeña habitación ofrece a sus irritados ojos un aspecto lastimoso; humedad corrompiendo las paredes, el empapelado lleno de polvo, una pequeña habitación. El mobiliario armoniza con el local, un escritorio viejo cargado de equipos de música, tecnología que permite al joven realizar sus composiciones. Un colchón cuyo evidente estado de abandono cobija su descanso nocturno. Camina hacia la ducha encorvado. Calambre en la pierna.

El agua helada discurre por su cuerpo desperezando el mal sueño que arrastra desde hace días. Sus cabellos quedan enredados en sus manos, entre el champú y su resignación al perderlos. Febo en realidad nunca duerme demasiado, no quiere soñar dice, soñar dormido, o despierto. Se acerca al armario mientras seca su espalda. Voltea la cabeza ligeramente hacia un costado mirando con curiosidad aquel recipiente, lo toma. Avanza hacia la cama, abre la ventana. Una gota humedece su labio superior. Se recuesta. Cae una lluvia incipiente en Bellavista. Suena y vuelve a sonar…

Es Gerard quien llama al teléfono con insistencia. Frustrado, baja de la camioneta y toca el timbre del hogar. Viste una guayabera sucia. Fresia lo recibe, Pasa querido pasa. Pantalón corto de mezclilla y sandalias. Hace una semana que no se baña. Resopla. Seca el sudor de su frente con un pañuelo sucio. ¿Dónde piensan divertirse hoy muchachos? Resopla. Se sienta en un sofá viejo de la sala, tomando de la mesa una foto gris enmarcada en madera. Su enorme cuerpo yace desparramado, fofo. «Este es Febo», piensa. Vuelve a pensar, «Febito con vestido», mientras el asiento se hunde bajo el peso de su cuerpo. Vamos al Tatyta de Miraflores señora. Le parece bien que su pequeño se distraiga: «¡Ay que bueno hijo!, me parece bien que se distraiga mi gordito. Está todo el día encerrado, le canta a una chica que jamás he visto. Me tiene preocupada. Tú eres su amigo, ayúdalo, habla con él.»

Decide vestir el pantalón que meses atrás mamá le regaló en su cumpleaños. La suavidad de la prenda lo hace sentir en cierta forma especial, la acaricia sintiéndose un tanto moderno, un poquito suave. Una piel suave, como la fruta, como el durazno. Aún no termina el invierno en Lima. La fría brisa entra por la ventana mientras Febo, somnoliento, retoza desnudo. Acaricia el pantalón. Admira la luna. Obsesionado con la música, años atrás decidió abandonar la escuela de marina. Enfrentó con determinada rebeldía a su obstinado a su padre, hombre de mirada adusta, rostro severo y desencajado, decidido a que se uniera a la Marina de Guerra del Perú, del mismo modo en que fue obligado por el abuelo. Su hijo siempre fue un joven risueño, de carácter agradable ante quienes sólo conocieron en parte la verdad de sus memorias. Jamás podía salir a divertirse con sus amigos, papá evitaba que tuviese aquellas malas juntas que influyeran negativamente en la formación de su único hijo. Mamá sólo sonreía sin intervenir, mirando desde la puerta, viendo cómo el adolescente era reprendido, enviado a la cama temprano, colérico; luego velaba su sueño, susurrando una canción de cuna a la distancia, temiendo despertarlo, despertar al veinteañero.

El durazno roza su pecho, el resplandor de la debilitada luz cae sobre su silueta de uniforme blancura. El durazno acaricia su vientre que despacio recibe el polvo blanco del envase que esparce con prolijidad, como maquillando una inocencia que espera ansiosa llegue a rincones escondidos. Abre la boca, saca la lengua, pero no puede, estira el cuello tensando la piel, abriendo la boca, a través de aquella fiesta jovial de blancura eterna, no puede, no alcanza. El aire eleva el polvo de nieve entre sus exhalaciones causando una repentina risilla erótica, ji ji. El recipiente está casi vacío.

Se cansa de esperar, ya no espera. Resopla. Se levanta y avanza de improviso abandonando la sala en busca de unas escaleras que sube sin prisa, como contando cada paso. Fresia lo sigue nerviosa, el semblante grave. Gerard da vuelta a la manija, empuja con fuerza perdiendo en un instante movimiento alguno. Transpira. El pañuelo cae de sus manos. Sus labios resecos pugnan por balbucear frases incomprensibles. Cierra los ojos ante el crujir de la madera que se detiene lentamente mientras desvía la mirada y las ideas se diseminan como gotas de lluvia ante el parabrisas húmedo de su negación interior que las repele por instantes para luego enfrentarlas inevitablemente. Está ahora quieto, sintiendo una profunda sensación de soledad que tensa los músculos de su expresión bañada en sudor una vez más, está ahora tranquilo.

Recostado, Febo observa a Gerard entre las piernas abiertas que ahora eleva para adoptar una posición más cómoda, advirtiendo su asombro sin aún reconocerlo, susurrando desde la profundidad del momento: «pero esto es muy normal», agita con insistencia el contenido del envase, «¿qué tú nunca usas talco?». Resopla.

Gerard jamás comprenderá al amigo de su infancia. Esboza una sonrisa pretendiendo que aquello no está ocurriendo, los ojos han de engañar la memoria y acaso evitarán que recuerde, bloquearán el momento. Su figura rechoncha se inclina levemente hacia delante dudando si saludar con palabras o extender además la mano en señal de amistad. Se acomoda los cabellos. Levanta el pañuelo. El sudor lo estorba. Renueva sus votos de alegría antes de saludar al amigo con confianza, al hermano entrañable con fingida naturalidad. Intenta inútilmente improvisar un tema de conversación sin pensar en otra cosa que no esté relacionada con aquella enceguecedora imagen de blancura mortecina que atentó contra su pacífico estado de conformidad. Fresia interrumpe la escena revoloteando en derredor: «¡Todavía no estás listo, te dije que te apures!». Pero el hombre que lucha en el corazón de su hijo se agita una vez más pugnando por cortar ese nexo que lo asfixia desde hace tanto: «Es mi vida, MI-VIDA ¿entiendes?» La mujer calla. Su voz canturreante se extingue sin comprender tamaña exaltación, negando en silencio esas palabras hirientes, intentando recordar al hijo otrora retraído, afable, callado. Y Gerard observa desde el otro lado de la cama a la mujer de mirada inexpresiva, indecisa con su vestido rojo, a la mujer que no se ha movido desde que entró en la habitación. Luego ella murmura, casi no mueve los labios: «Pero hijo…»

Fresia siempre quiso una niña, lo decidió una tarde soleada de fiestas patrias en el Campo de Marte mientras desfilaba entre las alumnas del Colegio Sophianum, marchaba incansable manipulando la flauta traversa, soplando. La neblina cubría la avenida cuando un agudo le susurró de improviso que tendría una niña hermosa y definitivamente estudiaría en ese colegio. «¡Pero entienda que su hijo es hombre, su hijo es un varón!», exclamaba sin éxito el pediatra el día en que nació su retoño. Tamaña frustración la hizo olvidar de manera recurrente que esa niñita rubia tan tierna y coqueta era Febo, posando risueño con su vestidito nuevo en aquella foto gris enmarcada en madera sobre el escritorio de la sala que Gerard acaba de descubrir. Rodeada de unas velas siempre encendidas cuya candela acompaña el sueño eterno del abuelo en traje impecable de marino, admirando el horizonte sobrio, serio y sereno.

Huye de la habitación agitada, entra en la cocina esperando evitar se queme la cena. Sin querer oír, lanza un suspiro ahogado difícilmente interpretable y cierra los ojos. No presta atención y lo consigue tapando sus oídos con los guantes, «¡Tú sólo me pariste!», sucios.

Diseño: Vick Rock / Vick Rock Arts


luz de luna
Juma Paredes
Octubre, 2017
www.facebook.com/inmaduronarrador

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anacoreta y yo (tres: sobre su fotografía y una clase magistral)

Tengo quince, le sonrío. No toma la foto. Sí retrata a las parejas de la izquierda, ellos ebrios, ellas con la orquídea en el pecho-muñeca....