Enciende la luz, es media
noche. Las horas pasan volando frente al computador cuando compone, cuando crea
nuevas melodías. Los ojos entrecerrados filtran las formas dentro del recinto
cuya pobre iluminación lo deprime. Bosteza. Estira la mano buscando los lentes:
«es media noche», suena el celular, y suena, y vuelve a sonar. Pasea la mirada
por el aposento, la pequeña habitación ofrece a sus irritados ojos un aspecto
lastimoso; humedad corrompiendo las paredes, el empapelado lleno de polvo, una
pequeña habitación. El mobiliario armoniza con el local, un escritorio viejo
cargado de equipos de música, tecnología que permite al joven realizar sus
composiciones. Un colchón cuyo evidente estado de abandono cobija su descanso
nocturno. Camina hacia la ducha encorvado. Calambre en la pierna.
El agua helada discurre por
su cuerpo desperezando el mal sueño que arrastra desde hace días. Sus cabellos
quedan enredados en sus manos, entre el champú y su resignación al perderlos. Febo
en realidad nunca duerme demasiado, no quiere soñar dice, soñar dormido, o
despierto. Se acerca al armario mientras seca su espalda. Voltea la cabeza
ligeramente hacia un costado mirando con curiosidad aquel recipiente, lo toma.
Avanza hacia la cama, abre la ventana. Una gota humedece su labio superior. Se
recuesta. Cae una lluvia incipiente en Bellavista. Suena y vuelve a sonar…
Es Gerard quien llama al
teléfono con insistencia. Frustrado, baja de la camioneta y toca el timbre del
hogar. Viste una guayabera sucia. Fresia lo recibe, Pasa querido pasa. Pantalón corto de mezclilla y sandalias. Hace
una semana que no se baña. Resopla. Seca el sudor de su frente con un pañuelo
sucio. ¿Dónde piensan divertirse hoy
muchachos? Resopla. Se sienta en un sofá viejo de la sala, tomando de la
mesa una foto gris enmarcada en madera. Su enorme cuerpo yace desparramado,
fofo. «Este es Febo», piensa. Vuelve a pensar, «Febito con vestido», mientras
el asiento se hunde bajo el peso de su cuerpo. Vamos al Tatyta de Miraflores señora. Le parece bien que su pequeño
se distraiga: «¡Ay que bueno hijo!, me parece bien que se distraiga mi gordito.
Está todo el día encerrado, le canta a una chica que jamás he visto. Me tiene
preocupada. Tú eres su amigo, ayúdalo, habla con él.»
Decide vestir el pantalón
que meses atrás mamá le regaló en su cumpleaños. La suavidad de la prenda lo
hace sentir en cierta forma especial, la acaricia sintiéndose un tanto moderno,
un poquito suave. Una piel suave, como la fruta, como el durazno. Aún no
termina el invierno en Lima. La fría brisa entra por la ventana mientras Febo,
somnoliento, retoza desnudo. Acaricia el pantalón. Admira la luna. Obsesionado
con la música, años atrás decidió abandonar la escuela de marina. Enfrentó con
determinada rebeldía a su obstinado a su padre, hombre de mirada adusta, rostro
severo y desencajado, decidido a que se uniera a la Marina de Guerra del Perú,
del mismo modo en que fue obligado por el abuelo. Su hijo siempre fue un joven
risueño, de carácter agradable ante quienes sólo conocieron en parte la verdad
de sus memorias. Jamás podía salir a divertirse con sus amigos, papá evitaba
que tuviese aquellas malas juntas que influyeran negativamente en la formación
de su único hijo. Mamá sólo sonreía sin intervenir, mirando desde la puerta,
viendo cómo el adolescente era reprendido, enviado a la cama temprano,
colérico; luego velaba su sueño, susurrando una canción de cuna a la distancia,
temiendo despertarlo, despertar al veinteañero.
El durazno roza su pecho,
el resplandor de la debilitada luz cae sobre su silueta de uniforme blancura.
El durazno acaricia su vientre que despacio recibe el polvo blanco del envase
que esparce con prolijidad, como maquillando una inocencia que espera ansiosa
llegue a rincones escondidos. Abre la boca, saca la lengua, pero no puede,
estira el cuello tensando la piel, abriendo la boca, a través de aquella fiesta
jovial de blancura eterna, no puede, no alcanza. El aire eleva el polvo de
nieve entre sus exhalaciones causando una repentina risilla erótica, ji ji. El
recipiente está casi vacío.
Se cansa de esperar, ya no
espera. Resopla. Se levanta y avanza de improviso abandonando la sala en busca
de unas escaleras que sube sin prisa, como contando cada paso. Fresia lo sigue
nerviosa, el semblante grave. Gerard da vuelta a la manija, empuja con fuerza
perdiendo en un instante movimiento alguno. Transpira. El pañuelo cae de sus
manos. Sus labios resecos pugnan por balbucear frases incomprensibles. Cierra
los ojos ante el crujir de la madera que se detiene lentamente mientras desvía
la mirada y las ideas se diseminan como gotas de lluvia ante el parabrisas
húmedo de su negación interior que las repele por instantes para luego
enfrentarlas inevitablemente. Está ahora quieto, sintiendo una profunda
sensación de soledad que tensa los músculos de su expresión bañada en sudor una
vez más, está ahora tranquilo.
Recostado, Febo observa a
Gerard entre las piernas abiertas que ahora eleva para adoptar una posición más
cómoda, advirtiendo su asombro sin aún reconocerlo, susurrando desde la
profundidad del momento: «pero esto es muy normal», agita con insistencia el
contenido del envase, «¿qué tú nunca usas talco?». Resopla.
Gerard jamás comprenderá al
amigo de su infancia. Esboza una sonrisa pretendiendo que aquello no está
ocurriendo, los ojos han de engañar la memoria y acaso evitarán que recuerde,
bloquearán el momento. Su figura rechoncha se inclina levemente hacia delante
dudando si saludar con palabras o extender además la mano en señal de amistad.
Se acomoda los cabellos. Levanta el pañuelo. El sudor lo estorba. Renueva sus
votos de alegría antes de saludar al amigo con confianza, al hermano entrañable
con fingida naturalidad. Intenta inútilmente improvisar un tema de conversación
sin pensar en otra cosa que no esté relacionada con aquella enceguecedora
imagen de blancura mortecina que atentó contra su pacífico estado de
conformidad. Fresia interrumpe la escena revoloteando en derredor: «¡Todavía no
estás listo, te dije que te apures!». Pero el hombre que lucha en el corazón de
su hijo se agita una vez más pugnando por cortar ese nexo que lo asfixia desde
hace tanto: «Es mi vida, MI-VIDA ¿entiendes?» La mujer calla. Su voz
canturreante se extingue sin comprender tamaña exaltación, negando en silencio
esas palabras hirientes, intentando recordar al hijo otrora retraído, afable,
callado. Y Gerard observa desde el otro lado de la cama a la mujer de mirada
inexpresiva, indecisa con su vestido rojo, a la mujer que no se ha movido desde
que entró en la habitación. Luego ella murmura, casi no mueve los labios: «Pero
hijo…»
Fresia siempre quiso una
niña, lo decidió una tarde soleada de fiestas patrias en el Campo de Marte
mientras desfilaba entre las alumnas del Colegio Sophianum, marchaba incansable
manipulando la flauta traversa, soplando. La neblina cubría la avenida cuando
un agudo le susurró de improviso que tendría una niña hermosa y definitivamente
estudiaría en ese colegio. «¡Pero entienda que su hijo es hombre, su hijo es un
varón!», exclamaba sin éxito el pediatra el día en que nació su retoño. Tamaña
frustración la hizo olvidar de manera recurrente que esa niñita rubia tan
tierna y coqueta era Febo, posando risueño con su vestidito nuevo en aquella
foto gris enmarcada en madera sobre el escritorio de la sala que Gerard acaba
de descubrir. Rodeada de unas velas siempre encendidas cuya candela acompaña el
sueño eterno del abuelo en traje impecable de marino, admirando el horizonte sobrio,
serio y sereno.
Huye de la habitación
agitada, entra en la cocina esperando evitar se queme la cena. Sin querer oír,
lanza un suspiro ahogado difícilmente interpretable y cierra los ojos. No
presta atención y lo consigue tapando sus oídos con los guantes, «¡Tú sólo me
pariste!», sucios.
Diseño: Vick Rock / Vick Rock Arts |
luz de luna
Juma Paredes
Octubre, 2017
www.facebook.com/inmaduronarrador
www.facebook.com/inmaduronarrador
No hay comentarios:
Publicar un comentario