Fotografía: Gabriela Benites
Mis hijos, son mis hijos, afirma en voz baja, interrumpe una alabanza que acostumbra canturrear, consciente de tremenda borrachera, momento aciago que evoca. Borracho o no, tremenda tontería. Huevos a la inglesa prefiere uno, y con este par debo vivir, no le gustan al otro. Y carajo, la papaya para el jugo, otra vez debe comprar, de nuevo se acabó. Cuando cocina se siente seguro, un padre seguro acompañado por el chick-chick de la sartén, ¡ay caray! que quema en pedacitos, pellizcos de alegría a la deriva que va recordando, que espera no recordar mañana o pasado. Pero ahí los tiene, uno se acerca primero, delatado por sus zapatos de charol preferidos que suenan pum-pum contra el piso, como despegándose del suelo, como arrancados cada vez. El otro sigue arriba, abluciones interminables que tiene por costumbre minutos antes de no bañarse, ateo me salió, sí. Ateo nihilista por convicción, por esa carrera de filosofía que maldigo, y encima nihilista. «Mejor torcido que ateo», piensa con frecuencia. Esparce demasiada mantequilla en un pedazo de pan. Calla.
-
Apura que llegamos tarde – mientras exhorta a su
mellizo a terminar de vestirse, Veraniel moja su rostro, la toalla resbala de
su cintura, pero él la detiene en el instante en que eleva la vista, húmedo. El
espejo del baño devuelve una mirada afable, pegada a cabellos colgando en matas
cuneiformes, ansiosa tras el vaivén de sus dudas -. ¿Quieres o no tener pareja para
el baile de hoy?
-
¿Me estás jodiendo? Sobre todo, después de lo
que… eso que sabes – murmura arrobado Otoniel, la mirada perdida –. Llama padre,
desayuno.
-
Creo que quieres, y mejor te vas olvidando de
eso que sé – Veraniel simula una sonrisa, no olvida la imagen de la pareja
sobre la cama, su cama. Presiona los dedos haciendo un puño. Golpea despacio el
borde de la puerta, la madera astillada cruje bajito, vuelve a crujir. El
mosquito en su oído que insiste. ¡Plaf! –. Ya olvídalo.
-
No lo sé, le contaste a padre seguro… el
desayuno – Otoniel sonríe inseguro, se pone la camisa, le contó, tiembla y lustra
los zapatos, cambia de medias. El sol de mediodía mejora su estado de ánimo,
sonríe otra vez. Abre y cierra las fosas nasales, sonríe temblando, no le contó
–. Seguro le contaste, te odio tanto. Tengo calor.
-
No solo calor, tengo una sed de mierda – la
noche llena los espacios vacíos de la habitación. Sediento, Veraniel pasea la
mirada, el pequeño cuarto ofrece a sus irritados ojos un aspecto lastimero, la
humedad corrompiendo las paredes, el empapelado lleno de polvo, enormemente pequeña
habitación. Una lámpara encendida que parece no estarlo. Se quita los lentes,
frota las lunas contra su camisa y añora el baile de la próxima semana. El vaho
de su aliento. Esperando menos calor en el día del baile sale de casa por una
gaseosa helada, botella que podrá rozar contra su frente antes de abrirla cual
bálsamo fresco ante la noche y el calor –, voy a comprar gaseosas, te traigo
una.
-
¿Interesa tanto si le conté o no? La cosa es que
hiciste lo que hiciste, me preocupas – Veraniel intenta alejar las imágenes
vívidas en su mente, el torso desnudo, el pantalón abajo, las medias caídas de
su hermano. Vuelve a descubrirlo a una distancia suficiente como para advertir
la inminencia de un hecho que no acaba de aceptar, reconocer. Detiene la toalla
que resbala, contempla en un instante su silueta semidesnuda, sacude la cabeza
un poquito –. Vamos que te presentan a tu pareja de hoy. Vamos mierda.
-
No quiero conocer chicas, uno de ustedes se va a
burlar de mí de algún modo. Menos si es con Gerard. Ayúdame con la corbata, sí,
así, sin apretar, así. Yo no sé. Gracias.
-
No exageres – nudo por aquí, sí, nudo por allá,
tal vez -, Gerard es buena gente, te va a presentar una linda chica, vas a ver.
Colonia, es lo que falta, aunque no es lo único que te falta.
-
No entiendes, tú no entiendes. No tengo suerte
con las mujeres ¿entiendes? – Otoniel solía pensar que no tenía suerte,
relaciones estrambóticas que jamás ocurrían, besos negados a sus deseos más
íntimos. Sin embargo, aquella noche la pudo acariciar, darse cuenta que no era
simpática - Antes pensaba conseguir nada, pero ese día estuve a punto de
conseguir y tú la cagaste. Tú me cagaste - siente que disfruta de la vida a sus
diecisiete y que a las personas les falta iniciativa. Ahora piensa en él,
intenta quererse.
-
Te quiero - acerca su rostro hacia ella, que
indiferente no mira, aquello es imposible. Otoniel respira despacio su frescura.
Cierra los ojos. Una botella de vino casi vacía – Amigas, bah, no necesito
amigas. Espero que demore con las gaseosas, no me gusta la amarilla – la
recuesta en la cama y con ella roza su pecho, su rostro. Un breve resplandor
contornea su silueta de curvas pronunciadas, cuerpo duro, «resistente», piensa
mientras acaricia esas partes bajas e ingresa de pronto entre su textura. Abre
los ojos sorprendido, su dedo presiona, como cuando escarbaba de pequeño la
arena frágil para intentar meter la canica y la miss «¡jueguen futbol demonios!»
y los hermanos escarbando y uno pequeño y frágil (el listo) mirando expectante
al regordete y tímido (el perverso), esperando su turno de rodillas sin
ensuciarse las manos que mantenía siempre suaves. Algo de baba cae desde una
comisura cual línea interminable, se limpia con una mano y la golpea suave con
la otra, sigue irrumpiendo en su estructura, suave. Un orificio personal se
abre ante su nombre: «mi nombre, sí». Arroja un sonido gutural, breve. «quiero oír
mi nombre». Ella calla, aquello es posible.
El aceite caliente hace que le escoza el dedo y allí
anda el primero que miraba con un ojo para asegurarse de no ver doble y el
reloj, y ya nació y sí doctor y cómo le vas a poner y maldita sea no sé, salud, sí, chupa nomás cuñao, claro. Y absorto
coge algo de mantequilla que ahora esparce en la cara presionando boquiabierto,
con ternura ante esas manchas infinitas mientras mira directo al sol de la
mañana y deja de presionar, cierra la boca. Deja de presionar sintiendo que
escapa entre sus dedos, esparce más y más sacando la lengua. Presiona. La
impotencia reflejada en el reloj que marca las doce, saca la lengua, ni antes
ni después. Lame. Y ya nació, y aguanta,
y ya no le alcanza la plata para más mocosos, y viene otro cuñao, ¡jodiste! El chick-chick de la sartén.
-
¿Me quieres? – la recuesta en su pecho mientras
enciende un cigarro, tose, no es como en las películas: «me llamo Otoniel, sí»,
dice mientras golpea intentando no toser, tose, en las películas no tosen, pero
también se abrazan luego del amor; cruza las piernas y quiere prender la tele,
no encuentra el control, acaso el amor. La acerca a su rostro, cierra los ojos,
su lengua asoma impetuosa, dientes que brillan amarillos y su lengua despacio
atrapada entre los labios que pugnan por un poco de textura, besos robados a la
realidad – Eres bien fresca oye.
Inca Kola es la
más rica, piensa en voz alta mientras camina por la avenida Abancay,
regresa de la tienda, le llevo una a mi
hermano, la basura amontonada entre perros hambrientos y policías
deteniendo combis le inspira una visión monótona. El nihilista recuerda el día
en que abandonó la comunidad católica, meses atrás, solloza bajito. El súper
hombre que anida en sus entrañas desea ser alcanzado, da vuelta en jirón
Carabaya, trascender en la Tierra. Soporta la incómoda garúa nocturna sobre el
rostro, como las cien agujas que le hacía a su hermano cuando niños. Soporta
mientras silba “You never can tell”, recordando aquella película que vio
con la primera mujer en su vida, y que rechazó durante el baile, volteando
serio (Uma mueve los pies), Ya no te
quiero, ella no reacciona, la mirada extraviada (Travolta mueve las manos),
nunca me vuelvas a buscar. Cruza la
plaza San Martín y a lo lejos divisa el hogar. La luz de su cuarto encendida,
las cortinas rotas, percudidas de un amarillo hostil, viejo. Acelera el paso.
Sube cinco pisos, abre la puerta, oscuro todo. Corre
hacia su cuarto, da vuelta a la manija, empuja con fuerza perdiendo en un
instante movimiento alguno. Transpira. La puerta de madera cruje. Sus labios
resecos pugnan por balbucear frases incomprensibles. Allí está Otoniel,
recostado en la cama de la pequeña habitación. Veraniel cierra los ojos ante el
crujir de la madera (desea silbar alto, y bailar como Uma), que se detiene
lentamente mientras desvía la mirada y las ideas se diseminan como gotas de
lluvia ante el parabrisas húmedo de su negación interior que las repele por
instantes para luego enfrentarlas inevitablemente. Está ahora quieto, sintiendo
una profunda sensación de soledad que tensa los músculos de su expresión bañada
en sudor una vez más, está ahora tranquilo. ¡Pero
qué carajo haces! El mellizo la deja caer tras un grito ahogado, cierra los
ojos con fuerza.
-
Igual te veo ¿eres imbécil?
-
¿Me ves? - Observa a su hermano de reojo, abre
sólo uno y nervioso emite una risilla erótica – o en realidad no me ves.
-
Voy a contarle a padre – le contó a padre.
-
Bueno Gerard, fue todo asunto de esa… digamos
que no debió penetrarla. Mi hermano tiene problemas, yo tengo problemas – afirma
Veraniel entrecerrando los ojos con aquel tono de voz bajito, como una alegre
melodía de verano de esas que acostumbra silbar, fría bajo el gris limeño,
dulce como la sonrisa que acaba de florecer en su rostro atezado, de facciones
feminoides que acompañan una voz cantarina, como si en algún momento de su
adolescencia la testosterona lo hubiese abandonado en un nivel bajo, casi
anormal diría su padre, “tu voz es casi anormal” – lo importante es mantener el
secreto, carajo, es un secreto, nada más le conté a padre. ¿Esa chica que viene
es la pareja de promo de mi hermano?
-
Es correcto – afirma Gerard, resoplando a
intervalos cortos. Resopla. Otoniel los mira a una distancia prudente, muerde
el algodón rosa mientras Gerard seca el sudor de su frente con un pañuelo
sucio. Se acomoda el cabello con una mano, saluda con la otra - ven Otoniel,
acércate ¿Por qué tan distante? Te presento a una amiga, amiga, te presento a Otoniel…
se masturba.
-
¡No es cierto! – dice Otoniel, y dice también,
ya no puede más: “la amo, la”.
-
¡Basta carajo, basta! – muestra la palma y
golpea hacia la izquierda, que la otra sujeta su cuello, utiliza el revés y así
otra vez, tres veces el zurdo, cinco, en su cara – vas a reaccionar, vas a
dejar de amarla, dónde se ha visto, y en mi cama. Uno ya no puede llegar
tranquilo a su casa de comprar en la bodega que se arriesga a encontrarte
haciendo tus cosas.
-
Pero no es cierto Veraniel, es mentira – repite
Otoniel.
-
No hay plata, trabaja. Subo al micro todos los
días a cantar, algo gano.
-
No es cierto – dice Otoniel.
-
Luego estudio. Te veo ahí paseando por la sala,
el comedor, como esperando que me vaya ¿no es eso? Me doy cuenta, esperas que
me vaya y te quedas ahí, enamorándote a ti mismo.
-
Es mentira…
Otoniel querido
ven, ven hijo ven. Siente su corazón palpitar con fuerza y la mantequilla
dispersa en su rostro, en el pan. Tranquilo,
no importa, ven… ¡Ven mierda!, sí hijo así, ven que pasa nada. Sí pasa. ¿Qué pasa?, no sé qué andas haciendo con esa
p… con esa… p… carajo. El rostro de su hijo tenso, lágrimas. Como estamos en otoño, Otoniel, seguro, sí,
¿seguro cuñao? ¡es tu hijo! ¡Sí mierda sí! Y nadie ayuda nadie apoya. Y ahora este cojudo tirándose una de esas y
con lo caras que son. Termino siempre pagando yo. Dime en qué andas y cuál es tu nombre, soy yo quien debe pedirte perdón
¿sabes? Sí sabes. Llora. ¡Di tu
nombre! Llora. No sabes. Se
enfrían los huevos. Te llamas Otoniel…
porque me gusta el otoño, estaba ebrio y mi cuñado preguntó. Con qué cara
puede. Con qué cara puedo ahora pedirte
que la dejes, decirte que estás enfermo. Te he fallado. No es la primera
vez que lo ven, que su hermano acusa. Ni la segunda. ¿Acaso estás enamorado de esa…?
-
Calma Veraniel, respira. Por lo que entiendo, tu
hermano se ha enamorado, no veo otra forma de describirlo – Gerard resopla,
sujeta a Veraniel por los hombros, en un abrazo que apacigua el ánimo de su
amigo -. Calmado.
-
¿En serio te masturbas? Digo, ¿bacán si lo
aceptas no? Recién te conozco, pero me caes bien. Se te ve un chico lindo.
Debes ser divertido a veces.
-
¿En serio? Vas, digo, ¿vamos entonces al baile?
-
Mejor no.
En fin, no son
asunto mío tus enamoramientos, pero has caído bajo, es mi culpa, si es mi culpa
dímelo, si es mi culpa dilo. Y los huevos que se joden carajo. Resignado,
Otoniel se sienta en la mesa, el jugo es de naranja. ¡Baja a desayunar tú también mierda que se me enfrían los huevos! Baja
Veraniel oliendo a demasiado perfume. Indiferente, remoja con un trozo de pan
la yema que esparce en el plato. Siente la mirada de su hermano cual mosquito
en el oído que lo atraviesa, que parte una confianza, una complicidad fraternal
que se le antojaba resistente. Pero ya no es como cuando jugaban canicas,
aunque en cierta forma siguen compitiendo, la miss es ahora padre, Veraniel
continúa expectante.
-
¿Qué te pasa, estás bien?
-
Estoy bien, nada pasa – responde Otoniel mirando
ahora hacia la calle, donde un barrendero hace lo suyo. Oye un perro ladrando
en alguna parte. Carros.
-
De acuerdo, le conté, te enteraste pues – dice
Veraniel sorbiendo algo de café.
-
¿Lo lamentas hermano?
-
No lo sé – dice Veraniel, mientras ansioso se
acomoda los lentes y otra vez el mosquito, ¡plaf!, el índice con sangre ajena
que no ve, acusador.
-
¿Por qué le contaste?
-
No lo sé, solo me di cuenta de pronto que ya es
tiempo que conozcas chicas reales, frescas, un “fresh start” diría Gerard, que
prestes atención a las cosas que hacen y no parezcas un degenerado al acércate
y decir “hola” – padre mira apoyado en el refrigerador, los brazos cruzados,
reprime un sollozo. Canturrea el corito cristiano aquel.
Otoniel se levanta, en un movimiento rápido del brazo
tira las cosas de la mesa, corre hacia la puerta, baja los escalones saltando,
uno en uno, tres en tres. Corre hacia la puerta y sale, entrando en un barrio que
le resulta ajeno, con personas con las que no se identifica. Corre. Veraniel
corre, grita su nombre y maldice agitado. Ladridos lejanos, su sombra al
costado lo sigue. De pronto le falta aire, olvidó el inhalador y su hermano se
aleja más. Corre. Da vuelta en la esquina y lo miran mientras corre abriendo
mucho los ojos. A lo lejos un vendedor como clavado en la tierra, dos ruedas a
su lado. Otoniel llora bajito, pero grita lo
odio, grita más fuerte ¡lo odio!
hasta que trastabilla ente ambas ruedas y se detiene; mira al vendedor que
somnoliento muestra su mercancía, desata un poco la corbata, le ofrece unas
monedas a cambio de una textura de algodón rosa. Mira una paloma desplegando
sus alas, detenida en una rama a poca altura, se pregunta si algún día podrá
volar, volar y alcanzarla. Muerde. Mueve las alas como vibrando, levanta la
cola. Muerde y es rico. Otra paloma se acerca, la monta en un espacio de tiempo
tan breve que se le antoja imposible. Rico. Sujeta el palito con firmeza. El
vendedor señala sobre su hombro y Otoniel voltea, allí está su hermano que
agitado, las manos sobre ambas rodillas, le dice: «te metes huevadas a la boca». Otoniel da un mordisco diminuto,
camina hacia Veraniel con el pum-pum como pegados al suelo y arrancados cada
vez. La fiesta, mi chica, vamos. Fueron.
-
Padre, el otro día estaba Otoniel en mi cuarto –
dice Veraniel, cuenta.
-
Te felicito – responde padre.
-
Es que no entiendes.
-
Si piensas que me interesan los asuntos privados
de un adolescente que se encierra en el cuarto mientras el otro va de compras y
regresa corriendo y silbando cojudeces como si la alegría hubiese irrumpido de
improviso en aquella cabeza divergente, torturada y atea, te diré que malgastas
el tiempo. Podrías desperdiciarlo mejor leyendo a ese Nietzsche o intentando
escribir en griego. ¡A ti también te he fallado carajo!... filósofo y ateo…
-
En ocasiones siento que eres un hombre
insensible, tú no eres isla padre, vives aquí, debes saberlo – la mano, el
puño, el labio inferior temblando sobre sus dientes.
-
Ya te lo digo, has encontrado a ese pervertido
masturbándose otra vez y como eres tremendo marica vienes aquí a contarlo, lo
acusas, no eres tú quien debe aguantarlo, es mi obligación, el peso, la culpa
de pecados que cometí. Déjalo tranquilo y no entres de improviso a tu cuarto,
tiene sus horas – padre golpea un poquito la rasuradora contra la loza, la
suelta en el lavadero, seca su rostro todavía adormecido, sin ganas de ir al
templo. Enciende un cigarro y aspira. Muchos dependen de su palabra que
reconforta, que duele si quiere. Se seca pensando en el saco que usara hoy, un
terno algo gastado, un poco viejo. Cierra los ojos, sopla – tiene sus horas. No
lo jodas.
-
¿Crees que te miento, que invento historias tal
vez sobre lo que hace ese cojudo? Pues no, está exagerando y le va a hacer mal.
¡Además es mi cuarto! Tú no lo viste, yo sí y duele, duele aquí en la retina y
no se borra no se borra, quiero que se borre, ayúdame padre, no se borra.
-
No se borra qué carajos.
-
La papaya padre, la puta papaya y ese huevón
calato ahí sobre mis sábanas haciéndole el amor a la fruta que te compré con
descuento y afecto, y tanto afecto padre, no es justo. En mis clases hemos
discutido sobre la justicia y nos ponen a leer, nos toman exámenes y todo es
tan fácil para mí allá y una mierda de vida aquí, todos creen en Él, todos
menos yo. Soporto tu fe, pero me resisto a ver a mi hermano exprimido por
semejante perversión. Lo odio.
-
Qué piensas hacer.
-
Nada padre – ahora Veraniel baja la cabeza
mirando el suelo.
-
Sal de aquí – padre calla, asume sus culpas,
está ahora ausente. Intenta sonreír. Es un pastor de aspecto imponente, con la
levita ahora puesta sobre un terno oscuro, la palabra en la mano que sujetaba con
fuerza cae antes de agachar la cabeza. Una lágrima. Un hombre corpulento que
engendró dos estaciones del año mientras era dipsómano, para luego dedicar su
vida a Él. Dos lágrimas. Y pagar. Mira el reloj, hora de revivir el agua de su
comunidad. Respira tranquilo, la cámara lenta del momento en que su mano se
acerca a la palabra de pronto se torna normal y en un movimiento rápido la
levanta, sopla, limpia contra su vientre y camina. Abre la puerta - Toma veinte
y anda a la tienda, la lluvia insipiente de estos días te hará bien. Toma
treinta, compra más papaya, mucha papaya… y una Inca Kolita hijo.
-
Es la más rica padre – dice Veraniel con esa
vocecita chillona-dulce, amanerada.
-
Es la más rica hijo, la más rica… en verano.
Fruta
fresca
Juma
Paredes
Julio, 2017
Más allá del proceso típico de buscar y unirse a un grupo, aquí hay algunos consejos a tener en cuenta. http://artificial-imagination.com
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