sábado, 23 de septiembre de 2017

Piel de durazno

Aburrido, Febo no oculta su bostezo ante la mirada soñolienta de Gerard, que bebe un poco de su capitán, que fuma un puro, que aspira, que exhala mirando nada. Pero es un bostezo ansioso, uno que no quiere ser y se transforma en ansiedad mientras cambia el whisky por rusos blancos que seca, que acaba, que acelera por una garganta acostumbrada a ser oída en el Tayta esa noche en Miraflores, como cada noche de sus fines de semana y ahora concentrado arma un porro, le vendieron por ahí, en el baño de ahí. Forma-crea una figura áspera, un nexo que lleva a la boca borrando de pronto al cantante de turno y esucha su nombre, lo invitan a subir con frases cortadas, soniditos.

Febo es músico, lo decidió el día en que renunció a estudiar o trabajar. Siente ahora que todos quieren oírlo, se restriega los ojos ante su guitarra, obligándola a exclamar los primeros acordes sin el menor deseo de cantar más canciones de amor que no le dicen nada. Despacio saca la nariz del morral, una de chancho que acomoda delante de su vista, incomodándola. Jala la liga, suelta la liga, sí, ahí, bien. El calor aumenta y la sonrisa lo despierta a pesar… ¡sí!, a pesar de haberla perdido, es eso, es esa idea la que lo envuelve de improviso y coqueteaba con él desde la tarde, mientras retozaba desnudo tomando luna en su habitación y Gerard penetró de improviso, agresivo, lapidante. Presiona los ojos para olvidar el momento de blancura mortecina… el talco, su cuerpo, su desnudez expuesta ante el amigo entrañable.

Sujeta la guitarra acercando el micrófono a sus palabras, ya la audiencia percibe: «Una tarde de verano fui con ella a conocer una laguna, oink-oink.» Gerard frunce la papada. «El bote era tan chico que… que ambos no podíamos ir juntos hasta el islote.» Febo se acomoda el sombrero de copa, está ahora tan nervioso. «Entonces yo… ella fue remando y desde allá me llamó.» Piensa, no sabe si continuar. Continúa. «Y yo me empecé a reír». Gerard sonríe «Y saludé y ella volvió para ir juntos, pero no podíamos», contrae la papada. «, porque era muy pequeña ji ji ji». Acaricia su copa, bebe un sorbo. «Y bueno, subí solo y remé hasta la mitad del lago, y quería seguir remando, pero junto a ella, así que empecé a remar hacia ella, el bote era muy pequeño.». Gerard sonríe, resopla. «Entonces me animé… y volví por ella… creo, no recuerdo bien, ji ji ji.» Alza la copa. «Bueno… brindo con ustedes, brindo por Celeste… haberla visto será mi alma y esperaré algún día darle mi vida a cambio de una mirada o una caricia de sus pestañas, oink-oink.» Su tierna y dulce Celeste. Sonríe con cierto aire idiota soltando notas musicales y el cantante se empieza a sentir peor.  Acomoda su sombrero de copa. Intenta cantar, no recuerda la letra.

Pensativo, Gerard busca en la sima del vaso algún resquicio del espíritu jovial que tuvo horas antes de entrar con su amigo al bar, minutos antes de subir las escaleras, segundos antes de tremendo brindis. Desanimado, aplaude a su amigo. Quiere salir y respirar un poco de lluvia, de esa que pica el rostro entre el invierno limeño, en Miraflores. Resopla. «¿Quién mierda será Celeste?», se pregunta antes de beber el último sorbo del capitán, que saborea contra el paladar cuya lengua de pronto evita el progreso de su memoria. «¿Aguanta… no es esa niña que…?» Tose algo crispado, atorado entre su saliva y aquel brindis inverosímil. Levanta el vaso otrora lleno siendo el único en apoyar al músico. «¡Salud Febo! ¡Salud infeliz!» Siente un terrible ardor estomacal combinado de vergüenza ajena. Toma el líquido hasta la última gota. Arroja el vaso, estrellándolo contra el suelo. Algo mareado, se limpia los labios con la mano. El brindis más ridículo que ha escuchado.

Rasga la guitarra y se ve a sí mismo desde lo alto. Observa su cara con una rosa en la boca. Su público se mantiene boquiabierto. Vuelve la cabeza hacia atrás, bajándola exageradamente hasta sentir la sangre interior revoloteando entre su frente. Se acomoda el sombrero de copa. Una flor, una flor en los labios. Se siente estirado, cual pedazo de cuerpo en un ambiente ajeno, perdido pero feliz con un pedazo de risa dulce imposible de arrancar. Perdido y feliz.

La noche refresca a la pareja que camina por la avenida Larco rumbo al estacionamiento. Febo sonríe tarareando estribillos de sus canciones más antiguas. Abre los brazos y eleva la voz en la soledad de la noche, ignorando a Gerard que acelera el paso con las manos en los bolsillos, la mirada perdida entre la garúa y la sombra de su silencio que la vereda no logra ocultar, bajo los faroles callejeros: «A que no sabes quién es Celeste… ji ji ji». Gerard cierra los ojos resignado depositando la mano sobre el hombro del amigo con cierto aire paternal. Menea la cabeza en gesto reprobatorio. «Pero si salir con ella se siente rico sabes, bien suave… como mi piel de durazno ¿ves? Toca. Ven toca.» Gerard aprieta los labios, contrayendo la papada preocupado. Introduce el dedo meñique en un orificio nasal. El gesto adusto. Resopla. «Toca pues, toca mi jean...»

Abordan la camioneta en silencio. Febo todavía tiene las sobras del último porro del bar entre sus dedos, lo destruye. De improviso patea la llanta del vehículo con una vehemencia inusitada: «¡Cuidado con la ventana! Cuidado con la… ventana» La ventana… ya lo ha oído decir en otra ocasión «, el parabrisas está… como roto, como… usado.» Cierta obsesión con las ventanas rotas del carro, además de moscas revoloteando que Febo acostumbra comparar (durante esporádicas alucinaciones de hierba) con normales picaduras de abeja en cualquier autobús público al anochecer. Especie de ataques poliformes que terminan por deprimirlo. Picaduras que obsesionan los fines de semana de su maltratada imaginación.
-        No jodas, ¿Cuál la ventana?
-        ¡La ventana! ¡Hay perros!
-        Espérame que voy a comprar cigarros, no demoro. Fumar te está dañando Febo querido, ya para.
-        No es sencillo ¿Crees que es sencillo?
-        Siéntate aquí y no hagas cojudeces que las personas nos están mirando feo.

Gerard compra una cajetilla de cigarros antes de volver. Diez soles gastó, sí. Hace tanto frío, quiere que sea verano otra vez para ir a la playa con sus amigos. Sus pies desnudos se acercan a la orilla, la espuma es clara, las uñas de sus pies largas y sucias. Avanza quitándose la guayabera, descubriendo el pezón. Corre. Siente, quiere sentir el salado refrescante que sube por su «¡Cuidado con los perros!... que muerden cuidado saca, ¡los perros, sácalos!» Febo salta sobre un auto sorprendido ante sus propios alaridos en busca de auxilio. Desenvaina su espada y los aniquila uno a uno. «¡Cuidado!» Agita las manos para un lado, orina para el otro, los perros. Baja y avanza un par de pasos dejándose caer sobre la tierra de la playa de estacionamiento, boca arriba con la bragueta abierta, meado. Mueve brazos y piernas sobre el barro, formando un ángel. Una pareja murmura incrédula, se aleja. Se quita el pantalón, todavía siente su suave textura, aún le brinda seguridad. Acaricia los contornos de sus muslos, se lo quita. Lo restriega contra su rostro mientras defeca ahora agachado, en cuclillas, ahora no; los ojos entrecerrados, sintiendo que cae a un abismo sin fondo. Ella y él, Celeste y él sin poder encontrarla.

Mece su ser repetidamente cruzando las piernas, juntas mientras la recuerda, recuerda a la niña que lo hizo sentir inmortal, la que firmó su guitarra en tinta rosa transformando su ser en una flor. Quince años Febo, tenía quince años y no te da vergüenza ni la has olvidado, incluso hoy te encuentras inmerso en el país de sus mentiras. Ahora cómo olvidarla, necesitas olvidarla con alguien que borre de tu mente ese cuerpecillo terso patinando una tarde soleada. Inclina el cuerpo hacia delante, inclina el cuerpo hacia atrás, eleva las manos abiertas sujetando la nuca con fuerza. Una gota de sudor asoma a un lado de la frente. Sentado mece la cabeza repetidamente, contrae las piernas: «No puede ser, la tengo que encontrar la tengo que encontrar». Las abraza jadeante. Cada aliento asemeja un gemido que tranquiliza en cierto modo sus latidos, moderando su respiración, condicionando el pensamiento ante las ideas inconclusas. Señala al último perro apretando las piernas con todas sus fuerzas. Veloz se arrastra hasta un silo próximo devolviendo lo ingerido durante la noche, dejando escapar los tragos taciturnos de sus más íntimos deseos, tan sólo un par de metros antes de alcanzarlos. Ahora sólo ve sus manos apoyadas en el suelo dejándose vencer por el peso de su cuerpo cuyo rostro se sumerge en una especie de coma etílico que detesta. Pide ayuda sin poder hablar a causa del vómito que entra por sus fosas nasales. Gerard se acerca entre las aguas turbias de su imaginación, arrastra su cuerpo hasta la camioneta. Se mueve hacia delante, se mueve hacia atrás ahogado. Parten.

Piel de durazno
Juma Paredes
Setiembre, 2017
www.facebook.com/inmaduronarrador

Diseño: Victor Trujillano

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anacoreta y yo (tres: sobre su fotografía y una clase magistral)

Tengo quince, le sonrío. No toma la foto. Sí retrata a las parejas de la izquierda, ellos ebrios, ellas con la orquídea en el pecho-muñeca....