Aburrido, Febo no oculta su
bostezo ante la mirada soñolienta de Gerard, que bebe un poco de su capitán,
que fuma un puro, que aspira, que exhala mirando nada. Pero es un bostezo
ansioso, uno que no quiere ser y se transforma en ansiedad mientras cambia el
whisky por rusos blancos que seca, que acaba, que acelera por una garganta
acostumbrada a ser oída en el Tayta esa noche en Miraflores, como cada noche de
sus fines de semana y ahora concentrado arma un porro, le vendieron por ahí, en
el baño de ahí. Forma-crea una figura áspera, un nexo que lleva a la boca
borrando de pronto al cantante de turno y esucha su nombre, lo invitan a subir
con frases cortadas, soniditos.
Febo es músico, lo decidió
el día en que renunció a estudiar o trabajar. Siente ahora que todos quieren
oírlo, se restriega los ojos ante su guitarra, obligándola a exclamar
los primeros acordes sin el menor deseo de cantar más canciones de amor que no
le dicen nada. Despacio saca la nariz del morral, una de chancho que acomoda
delante de su vista, incomodándola. Jala la liga, suelta la liga, sí, ahí,
bien. El calor aumenta y la sonrisa lo despierta a pesar… ¡sí!, a pesar de
haberla perdido, es eso, es esa idea la que lo envuelve de improviso y
coqueteaba con él desde la tarde, mientras retozaba desnudo tomando luna en su
habitación y Gerard penetró de improviso, agresivo, lapidante. Presiona los
ojos para olvidar el momento de blancura mortecina… el talco, su cuerpo, su
desnudez expuesta ante el amigo entrañable.
Sujeta la guitarra
acercando el micrófono a sus palabras, ya la audiencia percibe: «Una tarde de
verano fui con ella a conocer una laguna, oink-oink.» Gerard frunce la papada. «El
bote era tan chico que… que ambos no podíamos ir juntos hasta el islote.» Febo
se acomoda el sombrero de copa, está ahora tan nervioso. «Entonces yo… ella fue
remando y desde allá me llamó.» Piensa, no sabe si continuar. Continúa. «Y yo
me empecé a reír». Gerard sonríe «Y saludé y ella volvió para ir juntos, pero
no podíamos», contrae la papada. «, porque era muy pequeña ji ji ji». Acaricia
su copa, bebe un sorbo. «Y bueno, subí solo y remé hasta la mitad del lago, y
quería seguir remando, pero junto a ella, así que empecé a remar hacia ella, el
bote era muy pequeño.». Gerard sonríe, resopla. «Entonces me animé… y volví por
ella… creo, no recuerdo bien, ji ji ji.» Alza la copa. «Bueno… brindo con
ustedes, brindo por Celeste… haberla visto será mi alma y esperaré algún día
darle mi vida a cambio de una mirada o una caricia de sus pestañas, oink-oink.»
Su tierna y dulce Celeste. Sonríe con cierto aire idiota soltando notas
musicales y el cantante se empieza a sentir peor. Acomoda su sombrero de copa. Intenta cantar,
no recuerda la letra.
Pensativo, Gerard busca en
la sima del vaso algún resquicio del espíritu jovial que tuvo horas antes de
entrar con su amigo al bar, minutos antes de subir las escaleras, segundos
antes de tremendo brindis. Desanimado, aplaude a su amigo. Quiere salir y
respirar un poco de lluvia, de esa que pica el rostro entre el invierno limeño,
en Miraflores. Resopla. «¿Quién mierda será Celeste?», se pregunta antes de
beber el último sorbo del capitán, que saborea contra el paladar cuya lengua de
pronto evita el progreso de su memoria. «¿Aguanta… no es esa niña que…?» Tose
algo crispado, atorado entre su saliva y aquel brindis inverosímil. Levanta el
vaso otrora lleno siendo el único en apoyar al músico. «¡Salud Febo! ¡Salud
infeliz!» Siente un terrible ardor estomacal combinado de vergüenza ajena. Toma
el líquido hasta la última gota. Arroja el vaso, estrellándolo contra el suelo.
Algo mareado, se limpia los labios con la mano. El brindis más ridículo que ha
escuchado.
Rasga la guitarra y se ve a
sí mismo desde lo alto. Observa su cara con una rosa en la boca. Su público se
mantiene boquiabierto. Vuelve la cabeza hacia atrás, bajándola exageradamente
hasta sentir la sangre interior revoloteando entre su frente. Se acomoda el
sombrero de copa. Una flor, una flor en los labios. Se siente estirado, cual
pedazo de cuerpo en un ambiente ajeno, perdido pero feliz con un pedazo de risa
dulce imposible de arrancar. Perdido y feliz.
La noche refresca a la
pareja que camina por la avenida Larco rumbo al estacionamiento. Febo sonríe
tarareando estribillos de sus canciones más antiguas. Abre los brazos y eleva
la voz en la soledad de la noche, ignorando a Gerard que acelera el paso con
las manos en los bolsillos, la mirada perdida entre la garúa y la sombra de su
silencio que la vereda no logra ocultar, bajo los faroles callejeros: «A que no
sabes quién es Celeste… ji ji ji». Gerard cierra los ojos resignado depositando
la mano sobre el hombro del amigo con cierto aire paternal. Menea la cabeza en
gesto reprobatorio. «Pero si salir con ella se siente rico sabes, bien suave…
como mi piel de durazno ¿ves? Toca. Ven toca.» Gerard aprieta los labios,
contrayendo la papada preocupado. Introduce el dedo meñique en un orificio
nasal. El gesto adusto. Resopla. «Toca pues, toca mi jean...»
Abordan la camioneta en
silencio. Febo todavía tiene las sobras del último porro del bar entre sus
dedos, lo destruye. De improviso patea la llanta del vehículo con una
vehemencia inusitada: «¡Cuidado con la ventana! Cuidado con la… ventana» La
ventana… ya lo ha oído decir en otra ocasión «, el parabrisas está… como roto,
como… usado.» Cierta obsesión con las ventanas rotas del carro, además de
moscas revoloteando que Febo acostumbra comparar (durante esporádicas
alucinaciones de hierba) con normales picaduras de abeja en cualquier autobús
público al anochecer. Especie de ataques poliformes que terminan por
deprimirlo. Picaduras que obsesionan los fines de semana de su maltratada
imaginación.
-
No jodas, ¿Cuál la ventana?
-
¡La ventana! ¡Hay perros!
-
Espérame que voy a comprar cigarros, no demoro.
Fumar te está dañando Febo querido, ya para.
-
No es sencillo ¿Crees que es sencillo?
-
Siéntate aquí y no hagas cojudeces que las
personas nos están mirando feo.
Gerard compra una cajetilla
de cigarros antes de volver. Diez soles gastó, sí. Hace tanto frío, quiere que
sea verano otra vez para ir a la playa con sus amigos. Sus pies desnudos se
acercan a la orilla, la espuma es clara, las uñas de sus pies largas y sucias.
Avanza quitándose la guayabera, descubriendo el pezón. Corre. Siente, quiere
sentir el salado refrescante que sube por su «¡Cuidado con los perros!... que
muerden cuidado saca, ¡los perros, sácalos!» Febo salta sobre un auto
sorprendido ante sus propios alaridos en busca de auxilio. Desenvaina su espada
y los aniquila uno a uno. «¡Cuidado!» Agita las manos para un lado, orina para
el otro, los perros. Baja y avanza un par de pasos dejándose caer sobre la
tierra de la playa de estacionamiento, boca arriba con la bragueta abierta,
meado. Mueve brazos y piernas sobre el barro, formando un ángel. Una pareja
murmura incrédula, se aleja. Se quita el pantalón, todavía siente su suave
textura, aún le brinda seguridad. Acaricia los contornos de sus muslos, se lo
quita. Lo restriega contra su rostro mientras defeca ahora agachado, en
cuclillas, ahora no; los ojos entrecerrados, sintiendo que cae a un abismo sin
fondo. Ella y él, Celeste y él sin poder encontrarla.
Mece su ser repetidamente
cruzando las piernas, juntas mientras la recuerda, recuerda a la niña que lo
hizo sentir inmortal, la que firmó su guitarra en tinta rosa transformando su
ser en una flor. Quince años Febo, tenía quince años y no te da vergüenza ni la
has olvidado, incluso hoy te encuentras inmerso en el país de sus mentiras.
Ahora cómo olvidarla, necesitas olvidarla con alguien que borre de tu mente ese
cuerpecillo terso patinando una tarde soleada. Inclina el cuerpo hacia delante,
inclina el cuerpo hacia atrás, eleva las manos abiertas sujetando la nuca con
fuerza. Una gota de sudor asoma a un lado de la frente. Sentado mece la cabeza
repetidamente, contrae las piernas: «No puede ser, la tengo que encontrar la
tengo que encontrar». Las abraza jadeante. Cada aliento asemeja un gemido que
tranquiliza en cierto modo sus latidos, moderando su respiración, condicionando
el pensamiento ante las ideas inconclusas. Señala al último perro apretando las
piernas con todas sus fuerzas. Veloz se arrastra hasta un silo próximo
devolviendo lo ingerido durante la noche, dejando escapar los tragos taciturnos
de sus más íntimos deseos, tan sólo un par de metros antes de alcanzarlos.
Ahora sólo ve sus manos apoyadas en el suelo dejándose vencer por el peso de su
cuerpo cuyo rostro se sumerge en una especie de coma etílico que detesta. Pide
ayuda sin poder hablar a causa del vómito que entra por sus fosas nasales.
Gerard se acerca entre las aguas turbias de su imaginación, arrastra su cuerpo
hasta la camioneta. Se mueve hacia delante, se mueve hacia atrás ahogado. Parten.
Piel de durazno
Juma Paredes
Setiembre, 2017www.facebook.com/inmaduronarrador
Diseño: Victor Trujillano |
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