Miro sus manos mientras las mira absorto el
anacoreta, abiertas ante él como su alma sincera ante mí, abierta la boca
también, como la mía delante de aquellos pantalones remendados, la basta subida
bien podría decirse casi hasta las pantorrillas, subida a mano por él mismo
para tal vez ahorrar un poco en esto, como en aquello. Un hombre simple,
sincero e inocente.
-
¿Sabías que es más rápido ir por este camino? –
me pregunta acelerando el paso con el índice derecho taladrando su sien.
-
La verdad no, bajar al estacionamiento para
llegar hasta el ascensor en lugar de caminar como ellos, por donde va todo el
mundo, no comprendo – le digo y es cierto, marcar, ir al comedor, almorzar,
volver a través de la plaza, tomar un café, volver a marcar. Sol, sonrisas,
todos sonríen menos él.
-
No soy todo el mundo mi estimado, como tú, soy
individuo; verás, circulan por allí muchas ideologías acerca de la naturaleza
del hombre como individuo, en general, no consideran los principios.
-
¿Te refieres al origen?
-
Me refiero a los valores.
-
No te entiendo y vamos a llegar tarde a la
reunión en la Torre Azul, recuerda que la pidieron ei-es-ei-pi.
-
Don´t worry, he calculado el tiempo.
-
El tiempo.
-
Es correcto estimado – ya el taladro una vez
más -, el tiempo (y lo repite bajito cubriendo su boca: “eltiempo-eltiempo-eltiempo”).
Son dos minutos y treinta y cinco segundos si es viernes como hoy, cuando la
mayoría no vuelve al trabajo después de almorzar. Digamos que demoras menos,
pero demoras.
-
¿Y por el estacionamiento?
-
Tres minutos… verás, por ejemplo, ahí tienes a
los sicólogos, andan por ahí escuchando, aconsejando, sin una idea del hombre
que no venga de sus análisis impíos; o los pedagogos del Estado, formulando
doctrinas sobre la base de la antropología, la naturaleza humana como tal, pero
sin alma. Así, pareciera que todo fuese lo mismo, todo igual, entonces,
terminamos diciendo todo el mundo a alguien, a uno, a la unidad.
-
Y con esto a dónde quieres llegar.
-
Al ascensor, como todos.
-
Me refiero a tu reflexión mister.
-
Sé a dónde llegar estimado, has de acompañarme
en mi cruzada por recuperar la sabiduría religiosa revelada por Dios, refrescar
en esas mentes las consecuencias del pecado original. Allí donde los ves a
todos bien vestidos, a la moda; las camisas remangadas y los zapatos de marca, los
cabellos engominados, las sonrisas impresas, invariables, allí veo el pecado,
¿lo ves?
-
Lo veo mister, lo veo – respondo. Señala.
“Allá, mira”, me dice.
-
Dos minutos y treintaicinco, ciento cincuenta
pasos de adulto común peruano nacido en San Isidro.
-
Me vas a decir que también calculaste.
-
Calculé, revisé estadísticas, al final, cuando
no se trata de los asuntos de Dios, todo se reduce a la estadística.
-
No has considerado mister que para subir al
ascensor en el estacionamiento, hay que hacer cola, arriba en la plaza no.
-
¿No?
-
No.
-
¡Carambolas! – dice mi amigo golpeando su
cabeza contra la columna, no fuerte, no demasiado fuerte (“carambolas-carambolas-carambolas”).
No se baña hace tres días, me lo dice bajito,
casi susurrando, quiere ahorrar agua desde que se enteró que, en San Isidro,
distrito en el que vive desde su último aumento de sueldo, cada usuario consume al día cuatrocientos setenta y siete
litros de agua potable, y esto supera en cuatrocientos porciento el
estimado recomendado por la World Health Organization, me dice, he
tomado cartas en el asunto estimado, me dice, yo asiento y veo las
lucecitas encendiendo alrededor de cada número, el distrito a nuestros pies, en
cierta forma es como si el número se viera atrapado en la luz y luego no, ahora
sí, ahora no, y me desespero un poco con mi amigo anacoreta, quiero agarrarlo
de la solapa, lo agarro de la solapa y digo basta: “¡basta!”.
-
Eso es violencia – se arregla el cuello de la
guayabera mi amigo, tranquilo recoge el botón caído en el suelo -, has de saber
que la violencia ya sea en el hogar o fuera de este, nunca es justificada.
-
Lo siento.
-
Me refiero a cualquier forma de violencia:
física, sexual, verbal; esto que acabas de hacer es pecaminoso.
-
Perdón.
-
Debes controlarte.
-
Olvídalo, me desesperaste eso es todo. Abusé de
tu confianza. Eres el hombre más bueno que he conocido, Dios sabe que no
vivirás mucho e irás derechito a donde quién sabe si podré llegar.
-
El abuso es un tópico pocas veces tratado en
Internet – el taladro con mayor intensidad, tartamudea un poco anacoreta,
cierra los párpados, abre los ojos -, pero existe en todas partes, en nuestra
vecindad, nuestros barrios, nuestras parroquias.
-
No es… no es para tanto.
-
A partir de hoy iniciaré una huelga de hambre,
hasta que cambies tu actitud y te arrepientas de corazón.
-
Vamos hombre, ¿nunca has perdido los papeles? –
ya la campanilla suena en el piso deseado, caminamos despacio y veo la foto de
mi rostro en el carnet que me dio la empresa hace algunos meses. Ese no soy yo,
el de aquel saquito coqueto, no lo soy. Marco. La puerta se abre.
-
Nunca.
-
No puede ser, ¿ni en el colegio?
-
Una vez.
-
Lo sabía.
-
Yo rezaba.
-
No me digas.
-
Los demás se burlaban.
Es una mañana soleada. Ahí los alumnos en fila
listos para ser revisados en el colegio, su colegio de agustinos. Derechos, las uñas, firmes, la camisa dentro del pantalón, distancia, los zapatos lustrados, descanso, y lo más importante, ¡Dije
descanso carajo!, el corte de pelo que Pedro-Vargas revisaba metódicamente
dos veces al día, como si aquellas manifestaciones capilares gozaran
ampliamente de crecer a sus espaldas, no podía descuidarse. Su castigo
preferido: jalar las patillas hasta hacer que el niño llore, o el adolescente
refunfuñe. Pero aquella mañana Pedro-Vargas se sintió inspirado, dando una
pitada al cigarro demasiado corto mira al grupo de primaria, los conoce, él
diría que los detesta. Acomoda sus lentes mientras lo hace (la pelada
prominente). Sí anacoreta, al parecer tienes razón, no hay otra explicación,
hoy el castigo por no tener el pelo al ras será distinto, y por eso rezas
anacoreta, ¡hoy vamos a cortar con
tijeras el pelo a cualquier pelucón de mierda! Valga la redundancia carajo,
porque sabes que no te has cortado el cabello en una semana; por eso tu
angustia, por eso la lágrima que asoma discreta cuando el hombre, el individuo
se detiene frente a ti.
-
“Aquí tenemos un ganador” dijo el loco ese –
dice mi amigo y yo lo veo algo ansioso, como presionando la mandíbula.
-
¿Y qué te hicieron?
-
Los odio, por eso casi no tengo amigos, tú eres
mi amigo.
-
Pero qué te hicieron…
-
Se rieron cuando rezaba, la sangre me caía por
la nuca, manchó mi camisa blanca, mi mamá me pegó esa tarde.
-
Hasta hacerte sangrar…
-
La sangre ya la traía encima, ese loco no tuvo
las agallas de hacerlo él mismo, le encargó cortarme al auxiliar, que no tenía
tijera.
-
Solo tengo una Gillete señor.
-
¡Pues úsala inepto!
-
Y se le pasó la mano, me cortó, yo rezaba
arrodillado llorando, ellos se reían…
-
Qué hiciste.
-
Nada.
-
Nada.
-
Pero quise, tal vez pude, si hubiera querido,
si tan solo hubiese tenido…
-
El valor suficie
-
… una metralleta, sí, para
ra-ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta a todos – contengo el estupor ante un anacoreta de
rostro desencajado, disparando saliva hacía el mío, apuntando hacia todos a mi
lado, por todas partes tras sus ojos vidriosos. Su cuerpo estremecido.
Abre la puerta el director asociado, viejo
conocido, “welcome jóvenes, ya era hora, ante todo buenas tardes” dice
resoplando, y aquella frase entrecortada de mi amigo anacoreta disparándome la
mente -, ra-ta-ta-ta-ta-ta-ta.
Fotografía: Juma Paredes |
“todos muertos”
Juma Paredes
Juma Paredes
Agosto,
2018
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