viernes, 12 de octubre de 2018

anacoreta y yo (uno: todos muertos)

Miro sus manos mientras las mira absorto el anacoreta, abiertas ante él como su alma sincera ante mí, abierta la boca también, como la mía delante de aquellos pantalones remendados, la basta subida bien podría decirse casi hasta las pantorrillas, subida a mano por él mismo para tal vez ahorrar un poco en esto, como en aquello. Un hombre simple, sincero e inocente.
-      ¿Sabías que es más rápido ir por este camino? – me pregunta acelerando el paso con el índice derecho taladrando su sien.
-      La verdad no, bajar al estacionamiento para llegar hasta el ascensor en lugar de caminar como ellos, por donde va todo el mundo, no comprendo – le digo y es cierto, marcar, ir al comedor, almorzar, volver a través de la plaza, tomar un café, volver a marcar. Sol, sonrisas, todos sonríen menos él.
-      No soy todo el mundo mi estimado, como tú, soy individuo; verás, circulan por allí muchas ideologías acerca de la naturaleza del hombre como individuo, en general, no consideran los principios.
-      ¿Te refieres al origen?
-      Me refiero a los valores.
-      No te entiendo y vamos a llegar tarde a la reunión en la Torre Azul, recuerda que la pidieron ei-es-ei-pi.
-      Don´t worry, he calculado el tiempo.
-      El tiempo.
-      Es correcto estimado – ya el taladro una vez más -, el tiempo (y lo repite bajito cubriendo su boca: “eltiempo-eltiempo-eltiempo”). Son dos minutos y treinta y cinco segundos si es viernes como hoy, cuando la mayoría no vuelve al trabajo después de almorzar. Digamos que demoras menos, pero demoras.
-      ¿Y por el estacionamiento?
-      Tres minutos… verás, por ejemplo, ahí tienes a los sicólogos, andan por ahí escuchando, aconsejando, sin una idea del hombre que no venga de sus análisis impíos; o los pedagogos del Estado, formulando doctrinas sobre la base de la antropología, la naturaleza humana como tal, pero sin alma. Así, pareciera que todo fuese lo mismo, todo igual, entonces, terminamos diciendo todo el mundo a alguien, a uno, a la unidad.
-      Y con esto a dónde quieres llegar.
-      Al ascensor, como todos.
-      Me refiero a tu reflexión mister.
-      Sé a dónde llegar estimado, has de acompañarme en mi cruzada por recuperar la sabiduría religiosa revelada por Dios, refrescar en esas mentes las consecuencias del pecado original. Allí donde los ves a todos bien vestidos, a la moda; las camisas remangadas y los zapatos de marca, los cabellos engominados, las sonrisas impresas, invariables, allí veo el pecado, ¿lo ves?
-      Lo veo mister, lo veo – respondo. Señala. “Allá, mira”, me dice.
-      Dos minutos y treintaicinco, ciento cincuenta pasos de adulto común peruano nacido en San Isidro.
-      Me vas a decir que también calculaste.
-      Calculé, revisé estadísticas, al final, cuando no se trata de los asuntos de Dios, todo se reduce a la estadística.
-      No has considerado mister que para subir al ascensor en el estacionamiento, hay que hacer cola, arriba en la plaza no.
-      ¿No?
-      No.
-      ¡Carambolas! – dice mi amigo golpeando su cabeza contra la columna, no fuerte, no demasiado fuerte (“carambolas-carambolas-carambolas”).

No se baña hace tres días, me lo dice bajito, casi susurrando, quiere ahorrar agua desde que se enteró que, en San Isidro, distrito en el que vive desde su último aumento de sueldo, cada usuario consume al día cuatrocientos setenta y siete litros de agua potable, y esto supera en cuatrocientos porciento el estimado recomendado por la World Health Organization, me dice, he tomado cartas en el asunto estimado, me dice, yo asiento y veo las lucecitas encendiendo alrededor de cada número, el distrito a nuestros pies, en cierta forma es como si el número se viera atrapado en la luz y luego no, ahora sí, ahora no, y me desespero un poco con mi amigo anacoreta, quiero agarrarlo de la solapa, lo agarro de la solapa y digo basta: “¡basta!”.
-      Eso es violencia – se arregla el cuello de la guayabera mi amigo, tranquilo recoge el botón caído en el suelo -, has de saber que la violencia ya sea en el hogar o fuera de este, nunca es justificada.
-      Lo siento.
-      Me refiero a cualquier forma de violencia: física, sexual, verbal; esto que acabas de hacer es pecaminoso.
-      Perdón.
-      Debes controlarte.
-      Olvídalo, me desesperaste eso es todo. Abusé de tu confianza. Eres el hombre más bueno que he conocido, Dios sabe que no vivirás mucho e irás derechito a donde quién sabe si podré llegar.
-      El abuso es un tópico pocas veces tratado en Internet – el taladro con mayor intensidad, tartamudea un poco anacoreta, cierra los párpados, abre los ojos -, pero existe en todas partes, en nuestra vecindad, nuestros barrios, nuestras parroquias.
-      No es… no es para tanto.
-      A partir de hoy iniciaré una huelga de hambre, hasta que cambies tu actitud y te arrepientas de corazón.
-      Vamos hombre, ¿nunca has perdido los papeles? – ya la campanilla suena en el piso deseado, caminamos despacio y veo la foto de mi rostro en el carnet que me dio la empresa hace algunos meses. Ese no soy yo, el de aquel saquito coqueto, no lo soy. Marco. La puerta se abre.
-      Nunca.
-      No puede ser, ¿ni en el colegio?
-      Una vez.
-      Lo sabía.
-      Yo rezaba.
-      No me digas.
-      Los demás se burlaban.

Es una mañana soleada. Ahí los alumnos en fila listos para ser revisados en el colegio, su colegio de agustinos. Derechos, las uñas, firmes, la camisa dentro del pantalón, distancia, los zapatos lustrados, descanso, y lo más importante, ¡Dije descanso carajo!, el corte de pelo que Pedro-Vargas revisaba metódicamente dos veces al día, como si aquellas manifestaciones capilares gozaran ampliamente de crecer a sus espaldas, no podía descuidarse. Su castigo preferido: jalar las patillas hasta hacer que el niño llore, o el adolescente refunfuñe. Pero aquella mañana Pedro-Vargas se sintió inspirado, dando una pitada al cigarro demasiado corto mira al grupo de primaria, los conoce, él diría que los detesta. Acomoda sus lentes mientras lo hace (la pelada prominente). Sí anacoreta, al parecer tienes razón, no hay otra explicación, hoy el castigo por no tener el pelo al ras será distinto, y por eso rezas anacoreta, ¡hoy vamos a cortar con tijeras el pelo a cualquier pelucón de mierda! Valga la redundancia carajo, porque sabes que no te has cortado el cabello en una semana; por eso tu angustia, por eso la lágrima que asoma discreta cuando el hombre, el individuo se detiene frente a ti.

-      “Aquí tenemos un ganador” dijo el loco ese – dice mi amigo y yo lo veo algo ansioso, como presionando la mandíbula.
-      ¿Y qué te hicieron?
-      Los odio, por eso casi no tengo amigos, tú eres mi amigo.
-      Pero qué te hicieron…
-      Se rieron cuando rezaba, la sangre me caía por la nuca, manchó mi camisa blanca, mi mamá me pegó esa tarde.
-      Hasta hacerte sangrar…
-      La sangre ya la traía encima, ese loco no tuvo las agallas de hacerlo él mismo, le encargó cortarme al auxiliar, que no tenía tijera.
-      Solo tengo una Gillete señor.
-      ¡Pues úsala inepto!
-      Y se le pasó la mano, me cortó, yo rezaba arrodillado llorando, ellos se reían…
-      Qué hiciste.
-      Nada.
-      Nada.
-      Pero quise, tal vez pude, si hubiera querido, si tan solo hubiese tenido…
-      El valor suficie
-      … una metralleta, sí, para ra-ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta a todos – contengo el estupor ante un anacoreta de rostro desencajado, disparando saliva hacía el mío, apuntando hacia todos a mi lado, por todas partes tras sus ojos vidriosos. Su cuerpo estremecido.

Abre la puerta el director asociado, viejo conocido, “welcome jóvenes, ya era hora, ante todo buenas tardes” dice resoplando, y aquella frase entrecortada de mi amigo anacoreta disparándome la mente -, ra-ta-ta-ta-ta-ta-ta.

Fotografía: Juma Paredes


“todos muertos”
Juma Paredes
Agosto, 2018

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anacoreta y yo (tres: sobre su fotografía y una clase magistral)

Tengo quince, le sonrío. No toma la foto. Sí retrata a las parejas de la izquierda, ellos ebrios, ellas con la orquídea en el pecho-muñeca....