"Tomé un gas inerte que había en el aire, lo convertí
en líquido, agregué ciertas impurezas a un rubí, le adherí un imán y pude
detectar el fuego de la creación."
[Carl Sagan, Contacto]
Los trazos surgen formando
una silueta informe sobre un pedazo de papel arrancado del cuaderno que no usa,
para un curso que detesta, en una carrera que aborrece, de una vida
espectacularmente gris, sin gusto, sin miedo. Y allí impulsa las formas, bajo
un día caluroso que esparce brochazos de luz intensa en sus ojos entrecerrados
que la miran desde lejos, aguardando a una cobarde distancia, casi estirando una
mano que quiere rozarla ahora que ella se acerca, una mano que terca presiona
el lápiz, sobre un papel, sobre un cuaderno, sobre el fierro del balcón de su
facultad, esa que odia. Su sombra en el piso devuelve una imagen en un ángulo
entrecortado, como borroso, como solemne… y ella le gusta, y «¡no ha sido así! ¡no
ha sido así!», dice hoy con frecuencia Oarce, el simple, mientras sujeta con
una mano sus cabellos ondulados, mientras frota con la otra aquella cicatriz en
la frente, fruto de tamaña osadía. Es ahí cuando muere el ser que existe, y
surge el que no, grande, fuerte… todo él: «Mira, mira mi dibujito, ven, ven que
te cuento». Es una voz ronca, que arrastra una ansiedad mal disimulada por
probarla, sentirla a su lado, una voz taciturna, malhadada. Ella voltea los
ojos, sonríe mientras se acerca despacio. Acepta.
El personaje glorioso se ha
dejado largos los cabellos, enredados, brillantes que cubren una barba poblada,
roja-oscura sobre una túnica que parda cubre el frío de sus días, entre una
discreta soga que atada a la vestimenta sujeta una bolsita con polvillos
mágicos, junto a esa daga forjada por el herrero habilidoso aquel, en la
ciudadela central que no visita hace tantos años. Soporta además el peso de una
pechera de plata, le cuelga una capa que ondea lento. La cota de malla se puede
distinguir entre los puntos débiles de la armadura. El escudo cuelga de su
espalda. Sostiene un estandarte con las lanzas cruzadas cubriendo el cuerno de
la vida, símbolo de su casa, lejana entonces, barranquina. Un abrigo de piel
sobre todo cobija al personaje glorioso que ha surgido de entre las manos de
Oarce, allí delante suyo, grandioso ahora él mientras la clase universitaria
llega a su fin, y las formas siguen apareciendo, despacio. Ya no un abrigo,
ahora unas botas de cuero. Las espadas cruzadas en la espalda le brindan un
aspecto cruel, se podría decir que infunde temor en el enemigo, si no fuera por
la fina banda de plata con una estrella al centro adherida a la frente, su
frente.
El personaje glorioso eleva
la vista husmeando el aire que mece sus cabellos. Emite un silbido sostenido.
Es entonces que en lontananza emerge la figura del corcel que despacio trota
hacia él, que sonríe ante la sombra de su amigo. Relinchando ante su rostro
baja la cabeza, un mordisco en su oreja. La fama del personaje es justa, de
inusitada sabiduría, habilidades con la espada y ciertos conocimientos en magia
oscura. Quizá pueda persuadirla de ir con él a su castillo, cobijarla ante los
dioses, brindar juramento y cuando todo llegue al final, fundidos en un abrazo
lunar, acariciar ese recuerdo recurrente. Pero el día agoniza y ahora ella ya
no es ella, ahora es un recuerdo que cobra forma en ella, presencia. Ella que
lo mira curiosa, ella de pie frente al lecho del río donde el personaje solía
sentarse ante la puesta del sol, descansar mientras contemplaba el valle, sus
árboles, flores, pajarillos volando aquí y allá, testigos involuntarios de sus
aventuras.
Ella suspira envuelta en
una dulce fragancia. Viste un traje entero de seda, transparente, cuya abertura
deja ver los hombros salpicados de pellizcos oscuros, sujeto por finos broches
de oro. Los cabellos sueltos, adornados con rubíes-fantasía y una diadema-orquídea.
Avanza entonces con aquel andar sinuoso, mientras el personaje baja discreto la
mirada, dirigiéndola hacia esas piernas contorneadas, bajo un vientre que se le
antoja suave, como la brisa que acaricia su rostro. Ya la sube sibarita,
depositándola sobre los pechos que asoman discretos, y ese cuello delicado que
sostiene un rostro de indescriptible belleza, de labios que agreden, de ojos
verdes que todo lo ven, que todo lo pueden, que todo reciben y nada entregan a
cambio mientras miran, la cabeza gacha, sus pies descalzos.
- Se
llama Edanedhil - le dijo – contempla, oh bella, tamaña grandeza. Acabo de
hacer en clase el dibujito, mira, mira… ¿Cómo te llamas?
“Y tanto me gustas que quiero que lo sepas y aunque sé que
me expongo a la desilusión más grande, si no hay en ti lo que quiero para mí, no
me importa porque con esto me quito un peso de encima, al poder decirte, así
sea con tinta…”
[Anónimo, 1998]
-
…que usted milady
es lo más bello para mis ojos, y el resto de mis sentidos, que mis pensamientos
se vuelcan hacia usted en cada momento del día, haciendo del gris luz[1]
– un tanto nervioso dice Edanedhil.
-
Es usted tan galante, señor…
-
Edanedhil, hijo de Adanedhel, de la casa de Tilión,
para servirla, - respira profundo Edanedhil, exhala – para servir a mis
pensamientos, que ahora como dije, se vuelcan hacia usted. Para servir además al
ritmo de su andar, y los saltos de sus bucles negros, cual noche despejada y
sin luna. Su voz, heri vanya[2],
alegra mis oídos amodorrados, y sus labios reemplazan al sol cuando amanece ya
sin luna, ya sin estrellas, otrora sin usted.
-
Yo a usted lo conozco, de otra vida, de otro
tiempo… no lo sé… confío… y a la vez desconfío… son tiempos de guerra, se
acerca el frío, la hambruna… tengo miedo… ¿partirá usted?
En las colinas se oían resonar
cuernos;
brillaban las espadas cual reflejo
del mar.
Como un viento de verano los
caballos galoparon;
temblaba la tierra.
Ya la guerra arreciaba.
El personaje glorioso
desenvaina su espada, acerca la mirada a sus bordes, la estira cerrando un ojo,
apunta con firmeza, la eleva, lo abre y cierra el otro, la vuelve a estirar,
tensa, tersa. Es dura la batalla que lo espera, los hombres del enemigo son temerarios
y feroces, “no se angustie milady,
que acongoja mi corazón. Haberla visto… haberla visto será mi alma y esperaré
para algún día darle mis días a cambio de una mirada suya, y una caricia de sus
pestañas».
Y allí está Oarce, viendo cómo
ella deja de mirarlo curiosa, y haciendo el gesto de un pequeño, casi
imperceptible repudio, se va, para no volver. Y allá va la dama ahora, y no
importa, y no le importa, pues no la conoció como a ella, a quien realmente
conoció; podrida por dentro, suculenta por fuera, angelical, amable. De manos
suaves, y una dulce existencia que lo cautivó, agobió y destrozó. Mientras la
amaba, aprendió a ser fuerte y sufrir en silencio. Mientras la amaba, la amó y
la destrozó pues la amó, bella como era. Una dama solitaria y triste sedienta
de atención, caprichosa y egoísta, engreída… rebelde. Oarce no la olvida pues
cruzó y rebasó sus umbrales. Está ahora tan sagrada, sabiendo que no sabe amar,
y que vive enamorada de sus mejillas.
“[…] Primero, sin más ni más, miren que gloriosos son esos
personajes, ¿no quisieran ser como ellos? Nada que eso no existe, ¿quién dice
que no existe? ¿Qué quiere decir “no existe”?”
[Anónimo, 1998]
No existe
Juma Paredes
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